miércoles, 4 de agosto de 2010

SIN VANIDAD Y SIN INTERÉS: MÁS ALLÁ DE LAS EXPERIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS TRADICIONALES

En el pasado XV Congreso de Filosofía organizado por la Asociación Mexicana de Filosofía tuve la oportunidad de participar como ponente con un texto sobre Emanuel Levinas en relación con el libro bíblico del Eclesiastés. El texto era el producto de una clase sobre el libro del Eclesiastés (Qohelet en hebreo) con la Dra. Silvana Rabinovich y que aludía a uno de los temas centrales que Rabinovich trabaja: la ética. Personalmente la ética me parece un asunto apasionante y no puedo desligarlo del estudio político como tal, pues, aunque sean departamentos distintos del pensamiento, ética y política no pueden desvincularse sin más, ya que la determinación de la primera impacta sobre la segunda; ética y política se unen en los hechos concretos en los que actuamos como personas conscientes de una vida compartida.

El asunto no es fácil de tratar por la sencilla razón de que la modernidad separó tajantemente lo que la tradición del pensamiento occidental había mantenido en forma orgánica hasta el siglo XVI: la vida moral de los individuos estaba involucrada profundamente con los asuntos colectivos, públicos, ésto gracias al efecto de sanción moral interna que tenía que ver con la religión. No indico que este carácter orgánico (en el que la ética y la moral embonaban adecuadamente con la política) haya estado ajeno a peligrosas manipulaciones que convertían la vida privada en un aspecto de relevancia pública. Pero es importante valorar que el hecho de la ética y la moral era un aspecto que debía estar siempre en contexto con la política, es decir, puesto en el horizonte de la vida social seriamente pensada y arquitectada.

Ahora bien, el texto leído en el mencionado congreso aborda la ética desde un concepto particular propuesto por E. Levinas: el interés. El asunto del interés es relacionado en la ponencia con el tema de la vanidad, según el trato que le da el autor del libro bíblico del Eclesiastés. En el texto se alude principalmente a los siguientes aspectos:

1. El ser es interés, el interés es la fuerza del ser (Levinas).

2. El interés es hegemonía del ego y distanciamiento de la alteridad (Levinas).

3. Para ser es preciso hacer una apoteosis del ego (Levinas).

4. El ego se presenta a sí mismo como algo que “es” ante la nada que “no es” (transición de Levinas al Eclesiastés).

5. Levinas propone despojarse del interés para poder “aproximarnos” al “Otro”. Ser un poco nada. Despojarse.

6. El Eclesiastés reconoce que “todo es soplo en el viento”. Todo es vanidad, todo está sujeto a un ciclo en apariencia absurdo de generación y muerte, en cuyo fondo todo lo hecho por el “interés” es tan sólo “atrapar vientos”.

7. Ante la evidencia que el Eclesiastés presenta de esta experiencia de futilidad de nuestras más altas empresas, el autor del libro bíblico propone una salida: la fe. Pero no una fe que es acrítica sino una fe que reconoce el desconcierto del hombre al señalar que “nada nuevo hay bajo el sol y que todo esfuerzo es vano”.

8. La fe que el autor del Eclesiastés propone es una fe en Dios que no espera nada. Creo que podría decirse que aquí la redención, ese estado de gracia, de paz, de felicidad al que aspira todo humano, no se da como efecto de un acto piadoso. La redención se da por la fe en sí misma: una esperanza absoluta que espera en medio del sinsentido la superación del absurdo pero sin que quiera esa superación en un momento posterior, sino un abrazarse radicalmente al absurdo. La consecución de un momento en el que el tiempo futuro no fuese más que ese instante en que uno se sume en la intensidad del sinsentido.

9. Finalmente se proponía una reflexión en torno a la humana necesidad de “aproximarnos” al otro a través de un despojo del interés (análogo del despojo de la vanidad) que nos permitiría avecinarnos en una especie de experiencia extraordinaria de exposición y de don. Don que no persigue nada más, que nos busca la paz en sentido tradicional, sino que busca otro modo de entender "ser" uno mismo dentro de un contexto social.

Esa es, grosso modo, la idea expuesta en la ponencia que relaciona la ética de Levinas y el Eclesiastés (claro, no puede reducirse a este mero aspecto, pero puede decirse que la ética de Levinas y Eclesiastés, entre otras cosas, nos permite apuntar esta conclusión). No obstante me pregunto ¿quién es capaz de tanto? ¿Quién es capaz de salir de un sistema de valores para fundar uno nuevo y estar en “otro modo que ser” ético? A primera vista estamos en la encrucijada de la filosofía práctica, cuyos postulados ideales tiene sentido en lo teórico, pero al ser aplicados a una situación concreta pueden encontrar contradicciones.

Para la ética tradicional (la ética occidental) la renovación moral de las personas no es más que un ideal sin mayor impacto, puesto que se reduce a una mera abstracción de ideas y principios que, al intentar concretarse en el plano político (colectivo), en el día a día con los otros, se difumina, se pierde y nos deja en el mismo lugar de siempre, esto es, en la acción interesada y vana que nos convierte a unos en distantes de otros. De esta manera no abandonamos el lugar que nos convierte en individuos solitarios, insatisfechos moralmente. La idea del hombre lobo del hombre de Hobbes, con la que nace la modernidad, permanece vigente en las estructuras políticas de tal manera que la transformación moral y ética es tan sólo una quimera. La insatisfacción moral es un mal de siglo y no obstante nos aferramos a las mismas ideas tradicionales sin poder resolver esa sensación de desamparo moral que vivimos en situaciones concretas de la vida social.

De esta manera las conclusiones a que llevaba la ponencia sobre el interés y la vanidad se tornan meros postulados de la razón, sin algún efecto real sobre la vida efectiva de los que vivimos en lugares concretos. La cuestión es ¿cómo aplicar una ética del don y la exposición en un medio tan hostil como la vida social contemporánea? Esta cuestión nos lleva a una tensión moral que podría decidirse en ese abrazar el sinsentido de la propuesta del Eclesiastés, ubicándonos, siguiendo a Levinas, en “otro modo que ser”. Otro modo que ser que derruye todos los principios tradicionales de la acción moral.

Entonces diríamos con Levinas que es posible obrar en el plano político apostando a la exposición y la aproximación al otro, sin que se tenga finalidad alguna, sin buscar "ganancia", ventaja, sin estar arruinando nuestra moralidad y tendencia general a lo social y al encuentro. No importa que en la empresa se pierda, pues, en realidad, al cambiar el campo ético tradicional ya no estamos en la lógica del deber ser como ganancia. Otro modo que ser, en el que se desplace la vanidad y el interés, no como acto desesperado o sacrificio, sino como don. Entrega en la que no se espera nada, no se busca nada, no existe una redención final, ni un final feliz. La vivencia de entrega es la que cuenta, la aproximación también, sin que se obtenga con ello una especie de ganancia en particular.

En nuestras experiencias cotidianas cabe esta posibilidad de transformación a la que no podemos renunciar: el compromiso ético político de “otro modo que ser”, esto es, poder llevar a la práctica un modo menos rudo de interacción social en el que podamos ser testigos de una apertura definitiva de uno hacia el otro, más o menos el Tú a Tú que propone Martín Buber sobre el plano de la interacción humana. Es aquí donde una reflexión seria en torno al punto de contacto de lo moral y lo político resulta relevante, aspecto en que la moral comienza a impactar lo público, lo político.

Si se pone por principio de lo moral el don, el darse, el ofrecimiento propio como actividad generadora de complacencia y si este principio empieza a ser un factor común en el obrar colectivo de un grupo determinado, el entramado político en el que se ubica ese grupo comienza una transformación efectiva de sus prácticas etico-políticas. Lo llamamos efecto performativo de un determinado ethos. Pensemos en un grupo cuyo principio moral se base en un gozo producido por el don, gozo que no se reduce a la mera acción hedonista de quien se dona para autocomplacerse, sino de una acción en la que quien se dona se trasciende a sí mismo, hasta una nueva forma de comprender el mundo colectivo. Esta es la revolución más radical que se pueda operar dentro de un orden moral y un orden político. Han habido en la historia ejemplos de este tipo, sólo que han sido presentados como fracasos y derrotas de un ideal.

Quien decide renunciar a los paradigmas morales vigentes y a las formas políticas sostenidas sobre esa moral está cercano a la transformación radical de un ordenamiento determinado. No se trata de una revolución que promueva la transformación de un orden corrupto e injusto, de una moral que redunda en palabrerías y discursos bien intencionados, sino de una transformación radical del individuo. Un compromiso personal que adhiere a una búsqueda de estrategias novedosas que permitan invertir los valores corruptos de la moralidad tradicional y, a través de ello, impactar el campo político. Esta transformación se alcanza en la crítica a los valores tradicionales, una revisión a los principios morales mínimos, una búsqueda de sentido que permita determinar qué es lo que colectivamente se busca y qué maneras de realización individual están sin explorar.

Para esta transformación individual no se requiere más que un detenerse y examinar nuestras prácticas tradicionales de interacción, con el ánimo de efectuar una reconducción de las mismas por campos de experiencia social no explotados. (Por citar un ejemplo, una transformación radical de las acciones educadoras que se ejercen en la escuela y que de sobra sabemos que están sometidas y viciados por un dispositivo político corrupto. Para ello los maestros y padres pueden ser un factor detonante en este tipo de transformación. La escuela, como foco de amaestramiento y domesticación, puede convertirse en el laboratorio social de experiencias educativas, formativas, sociales, absolutamente nuevas, donde el saber-poder-hacer sean reinventados). La cuestión, siguiendo a Levinás y Eclesiastés, es: ¿para qué vivimos? ¿Qué sería importante en una moral de la vida? ¿Qué se requiere saber para ejecutar una moral del buen vivir? ¿Qué hemos de perseguir como comunidad de vida? ¿Qué hemos de aprender y desaprender para recuperar lo que hemos perdido en el ensayo político de la Modernidad? ¿Cómo asumir la búsqueda del ser humano? y así una larga cadena de preguntas fundamentales que nos ayuden a recuperar el sentido de lo que significa estar aquí, en medio de otras personas, para desarrollar una economía del bienestar que se apoye en disposiciones adecuadas de nuestra existencia material.

La idea de una trasformación de este talante no es absoluta, ni funge como una estrategia de contrapoder, sino como necesidad inaplazable de la utopía: poder pensar cómo serían la cosas si cambiáramos algunos aspectos. Poder pensar “como sí” la transformación moral y política que tanto requiere nuestras sociedades pudiera ser posible.

Lo otro es convertirse en una mera fórmula del sistema, una mera pieza de algo que a todas leguas nos hace infelices. El sistema político y económico propuesto desde hace 500 años por los pueblos euro-occidentales no ha sido una solución contra el mal general del hombre, por el contrario, lo ha complicado, al punto de que el mismo exige para sí una revisión que es una tarea ofrecida a los pueblos que pueden presentar esa alternativa.

Si la vanidad y el interés fueran superados (por lo menos pospuestos) y si una ética del don articulara a una comunidad, el ejercicio político de los corruptos se vería cuestionado por experiencias alternativas de relación, de fines, de búsquedas y preferencias, más allá del dispositivo propuesto por el establishment. Más allá de las formas tradicionales de gozo y disfrute, de producción del placer, de valor del placer, de sociabilidad gozosa y de bienestar/malestar asumido socialmente.

Digo que lo político ha de empezar por una criba a los enunciados de la moral tradicional, en la que podamos sacar el grano bueno del grano echado a perder, agregar nuevos granos y revisar la finalidad de la vida individual y colectiva. Quizá no hemos explorado sino un mínimo radio de las posibilidades morales y políticas, la creatividad propia de la inteligencia que camina es un buen instrumento. Revisar las formas de disposición del tiempo y del espacio, la disposición de los valores fundamentales, el horizonte y sentido de acciones cotidianas que no favorecen un clima de bienestar o de asunción material del malestar. Una vida mejor es posible si nos salimos de los paradigmas tradicionales a todas luces hoy en crisis.

Pensar sobre situaciones posibles de superación de esta crisis es función de los académicos e intelectuales, por encima de cualquier ideología de grupo o preferencia partidista política. Si un maestro no es pensador de su tiempo y si, además de enseñar, no propone, explora y abre sendas no dogmáticas de saber, ese no puede hacer otra cosa que repetir el molde social de amaestramiento. La responsabilidad del pensamiento y de la educación, en este sentido, es particularmente transformadora. La vanidad y el interés se revelan, desde cierta perspectiva, como una brecha abierta para explorar modos de acontecimientos morales determinados por otro sistema de valores, por una comprensión trascedente (más allá de sí mismo) de lo moral. Esta transformación de lo moral puede provocar nuevas formas de entender lo social y lo individual, más allá de los presupuestos tradicionales de la acción política.

Yecid Calderón Rodelo.
México, valle de Anáhuac, agosto 4 de 2010.

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