viernes, 25 de junio de 2010

¿DÓNDE ESTÁN LOS MUERTOS POLÍTICOS?

"Compañeros de lucha: sólo ha muerto algo de vosotros, porque del fondo de vuestras tumbas sale para nosotros un mandato sagrado que juramos cumplir a cabalidad. Seremos superiores a la fuerza cruel que habla su lenguaje de terror a través del iluminado acero letal. El dolor no nos detiene sino que nos empuja. Y algo profundo nos dice que al destino debemos gratitud por habernos ofrecido la sabia lección y la noble alegría de vencer obstáculos, de dominar dolores, de mirar en lo imposible nada más que lo atrayentemente difícil. Vuestras sombras son ahora la mejor luz en nuestra marcha!". [1]

Jorge Eliecer Gaitán
“Por esos muertos, nuestros muertos, exigimos justicia!”.[2]

Pueblo colombiano

Hace poco tiempo describía a algunos amigos mexicanos los acontecimientos políticos que viví siendo un niño a finales de los ochentas, cuando Colombia pasó por uno de los momentos más críticos de su convulsionada historia contemporánea. Recuerdo con claridad el modo en que la escena política se convirtió en el foco de una especie de francotirador que determinaba quien vivía y quien moría. El horizonte político estaba ennegrecido por una siniestra sombra que se proyectaba sobre los líderes políticos, cobijo del disparo sobre aquel que representara con dignidad, con honestidad y con conciencia, algún tipo de candidatura que posibilitara cambios significativos en la política tradicional. Esta política tradicional ha estado sujeta a los intereses de una élite que hoy en día se mantiene en el poder y que sigue determinando el curso histórico de la política colombiana, sin tener en cuenta la responsabilidad moral y social que recae sobre ella como detentora del poder y dando por principio de la actividad del "político de oficio" el mezquino interés particular.

Lo interesante de esta historia era la pregunta sobre los muertos, nuestros muertos. En mi narración iban emergiendo nombres que ya casi tenía olvidados y que poco recordamos: Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán Sarmiento, Bernardo Jaramillo Ossa , Carlos Pizarro León-Gómez, Jaime Garzón, entre otros. Naturalmente emergen los nombres de los verdugos: Rodríguez Gacha, los hermanos Castaño (Fidel, Carlos y Vicente), Pablo Escobar, las FARC y el gobierno. Como siempre, los casos no han llegado a una resolución definitiva en cuanto a las investigaciones, pero más allá del dato empírico, en esta historia de sangre, lo importante es la pregunta: ¿qué hacer con la memoria de nuestros muertos políticos?

No hablo tanto de los nombres de los verdugos, la mayoría ajusticiados en su ley, sino de los hombres que, comprometidos con la vida política, avizoraban, para una nación ensangrentada, una posible salida, alternativa a las ideas neoliberales que soplaban por el continente desde el norte. La viabilidad política que perseguían se unía a la idea de un Estado más justo en el que la idea de igualdad social prometía cambios estructurales en la nación.

Pero, evidentemente, los intereses de la oligarquía financiera, los industriales y los terratenientes, simpatizantes del neoliberalismo por reconocerse como los inmediatos beneficiarios de la promoción neocolonialista que subyace en el fondo (misma actitud económica que abrió el mundo a una auténtica domesticación de la política y a la ampliación de la exclusión y de la pobreza, particularmente en las periferias) no iban a permitir una transformación estructural en la política del país. Nuestro gran pecado es la ubicación estratégica de Colombia, ese hecho la ha convertido en el epicentro de una cruel ola de atentados, masacres y magnicidios, a lo largo de veinte años, en los que diversos autores forman un complejo entramado de intereses, necesarios para enrarecer la atmósfera política.

Fue así como nuestro 11-s, es decir la toma de palacio del justicia por parte de integrantes del M-19, partió la historia de Colombia, de por sí violenta. Con ella se entró en una carrera veloz de exterminio a la oposición política de la gran oligarquía nacional a fin con los intereses capitalistas de los grupos económicos. De este modo la U-P (Unión Patriótica), movimiento originado como vertimiento hacia la vida civil y política de la FARC, fue perseguido, debilitado y disuelto. El primer asesinato extremo fue el de su principal líder, Jaime Pardo Leal. Posteriormente sigue el magnicidio de un líder que, desde el liberalismo, prometía esa tan anhelada transformación, ya que por su entereza moral no había sucumbido a la mafia clandestina del poder y de la economía, hablo de Luis Carlos Galán. El siguiente en la lista fue Bernardo Jaramillo Ossa, candidato presidencial de la U.P. Siguió Carlos Pizarro Leon-Gómez, líder del antiguo movimiento guerrillero urbano M-19 que llegó a convertirse en una significativa fuerza política una vez depuestas las armas. A esta triste lista se une el querido y recordado nombre de Jaime Garzón, el crítico, el profesor que creía que la risa era un medio útil para describir con honestidad un hecho y hacer conciencia política.

No están aquí los nombres de los héroes anónimos, hombres y mujeres, de esta guerra de exterminio que aún continúa. Pero, volviendo a la cuestión: ¡¿qué hacemos con esta memoria que lleva el luto al corazón cuando revisamos nuestra historia?!

Para poder dar una respuesta a esta pregunta sobre la memoria política y los magnicidios y masacres perpetrados en Colombia, nos será útil el ejemplo fundador de Pablo de Tarso. Claro está que mencionaremos a Pablo por fuera de la tradicional figura católico-cristiana con la cual se nos ha presentado siempre. Vamos a interpretar a Pablo al modo de Badiou, es decir, como un personaje secular, protagonista del tiempo, un líder que se opuso a las hegemonías políticas que excluían al obviar los auténticos intereses de la comunidad política. Haremos esta interpretación por fuera de los asuntos que le interesan a una comunidad de fe. Como dice Dussel, lo vamos a interpretar en sentido político porque en las narrativas simbólicas aparecen estos elementos y categorías que vinculan el pensamiento al contexto histórico-político inmediato en el que se producen.

Transportémonos por un momento al Imperio Romano. Intentemos imaginar la situación de desventura de los excluidos que no se limitaba a la de los desposeídos, sino que se extendía a la miseria de los esclavos, auténticos instrumentos vivos para sus amos, sin dominio si quiera sobre su propia vida y su cuerpo. Imaginemos una élite detentora del poder, pero guerrera, dispuesta siempre en las filas del ejército. Una situación de exclusión, en suma, que era difícil resolver desde el cuerpo político, puesto que éste no los incluía.

De otro lado, el saber griego era un saber que desde la teoría obviaba la realidad política, ofreciendo sucedáneos de apaciguamiento de la conciencia mediante filosofías como la estoica, la epicureista o la cínica, las cuales eran posibles sólo para una élite de la población romana, interesada en asuntos de moral y con necesidad de responder a su propia conciencia nno más allá del ámbito privado, es decir, sin intención de crear el más mínimo impacto político. Un saber de espaldas a los excluidos, complejo y en cierto modo banalizante en sentido político (con toda la riqueza teórica que ofrecen estas escuelas extraordinariamente intelectuales).

Por último, pensemos en un judío como Pablo, entrenado en la Torá y en la sinagoga: un judío, es decir, lo que para la época era un rebelde, fanático, opuesto a la lex (ley) del Imperio Romano. Aunque se debe tener en cuenta que los judíos tuvieron sus saduceos, élites favorables al imperio romano. Dentro del contexto judío, Pablo se encuentra con la ley imponente del fariseísmo, ritualismo sacerdotal que había caído en la corrupción del sacerdocio. Pablo tenía frente a sí una tripartita pirámide del mal político: la totalidad del Imperio Romano excluyente, la sabiduría griega ciega a la realidad de los pobres y la ley farisea que favorecía un ritualismo sin sentido, vacío, ineficaz.

Pablo había escuchado de los episodios que acontecieron con Jesús de Nazaret, quien intentó liberar al pueblo de los lazos de sumisión gracias a un cambio radical del punto de oposición y resistencia de cara a la exclusión, punto que lo llevó a donarse a sí mismo para ser pilar de una liberación espiritual que incluía una deconstrucción radical del sistema: vivir todos los hombres como si se fuese pobre, como si se fuese prójimo uno del otro, vivir en la comunidad del amor, en el servicio político que nos convoca a unirnos al sentir de los otros, a su miseria, a su liberación, es decir, vivir en procesión hacia la igualdad de una vida que se orienta hacia la vida misma, no más allá de ella. Pablo entrevió con audacia y una muy particular inteligencia el sacrificio de Jesús.

Es así como en sus cartas se nos manifiesta un Pablo que hizo de la memoria de su héroe sacrificado, de su muerto político, es decir, de Jesús de Nazaret, un motivo para continuar la tarea de inclusión y de resistencia a los tres males que enfrentaba los hombres de esos lugares y ese momento histórico: la totalidad del Imperio, la sabiduría griega favorable al dominio y la ley farisea vaciada de contenidos simbólicos auténticos. Pablo enuncia un programa de liberación en el que se invierten los valores tradicionales y las concepciones tipificadas de dominación, las cuales suelen presentarse bajo la forma de una naturalización de la condición humana. Pues bien, Pablo rompe con esta naturalización con una intrepidez que en verdad parece llena de Dios, pero dejemos de lado la fe, veamos el proceso del hombre.

Lo que políticamente hace Pablo es lo que expresa Jacob Taubes, a quien citamos, parafraseándole, diciendo que la obra del hombre Pablo fue la de enfrentarse a todas esas formas políticas y culturales que toman la apariencia de lo incuestionable e irrevocable como “naturaleza” o “ley” en cuanto lo dado o lo objetivo. Pablo se opone al imperio cuando indica en la carta a los romanos que “habiendo conocido a Dios (entendamos aquí Dios en un sentido político, esto es, como ley de verdad de la justicia) no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, antes bien, se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible (políticamente la eterna verdad de lo que es justo) por una representación en forma de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles” (Rom: 1. 21-23). Entendamos aquí, en sentido político, que este desconocimiento de lo justo es un asunto de soberbia y de vindicación de lo que resulta justo para una élite o un grupo, de lo que resulta justo para un Imperio, es decir, una justicia que se hace conforme a las condiciones particulares de algunos, al desconocer que la justicia no tiene ojos para poder discriminar y favorecer a unos y excluir a otros. Esta es la justicia cruel de los “hombres corruptibles” que se endiosan o endiosan sus intereses por encima de la calamitosa existencia de los que afectan, excluyen y maltratan. La justicia que se pone en manos del verdugo que aprieta el gatillo y dispara la bala fulminante que nos ha quitado la oportunidad de verificar una transformación de lo político con la cual se iniciara un camino hacia formas de poder más justas.

Pablo está en contra de una situación que oprime porque ha visto que la ley ya no tiene fuerza de ley cuando mata: “pero en cuanto vino el precepto, revivió el pecado, y yo morí; y resultó que el precepto, dado para la vida, me causó muerte” (Rom: 7, 9-10) La ley de un Estado que ajusticia a quienes resultan ser hombres comprometidos con un sentido más amplio de justicia, más incluyente y eficaz, es una ley que mata, es una ley que ya no sirve, que debe no sólo ser revocada, sino suspendida (lo cual significa crear una nueva forma política de hacer ley). Una ley que beneficia a unas élites, que impone un soterrado cinismo en el que emerge la ley del justiciero particular que va disparando a cuanto hombre íntegro se le aparezca, es una ley que oprime, una ley que ya no es ley porque “causa muerte”; la muerte de los hombres que no tuvieron miedo, que expusieron sus ideas sin temor, con el coraje que sólo los héroes tienen y los líderes políticos de altura, históricos, inolvidables, tienen.

En Pablo, quien también cayó bajo el yugo de la misma ley que atacó, vemos un hombre que denuncia a viva voz la muerte de la justicia encarnada por Jesús de Nazaret, al llevar consigo esa memoria de redención de lo justo a todos los hombres excluidos (tanto el poderoso víctima de su soberbia como el miserable víctima de la soberbia del poderoso). La justicia abierta por Jesús de Nazaret en la que la acción de despojarse de las ataduras inmediatas de la ambición y la voluntad de poder funge como fundamento de la vida política es, en Pablo, memoria de justicia, pero no memoria muerta, sino memoria viva, activa, redentora, digámoslo en términos políticos, liberadora.

Pablo se opone a la memoria común que tiende a olvidar o a convertirse en mera evocación nostálgica de un pasado perdido, de una lucha derrotada (un muerto político sepultado que se llora sin más remedio), al abrir esa memoria a un proceso activo de evocación transformadora, militante, dinámica y viva. Por eso, lo que Badiou resalta en Pablo, como fábula extraordinaria que funda un tipo de universalismo redentor (es decir un tipo de justicia más próxima a su verdad), es esa memoria de un Jesús de Nazaret resucitado. Fábula que nace en su corazón como experiencia particular de un modo de justicia que libera, si seguimos el trato no religioso de Pablo, pero fábula que transforma la situación política del esclavo, de la mujer, del extranjero, del excluido.

Pablo hace de la memoria de Jesús de Nazaret y en particular de su resurreción el motor fundamental de un pensamiento político que alega por el débil. La debilidad no es para Pablo una pena, un fracaso, una derrota, sino la fuerza de la resistencia al poderoso. La debilidad es la antítesis de la fuerza y por ello mismo se transforma en "otro modo que fuerza", es decir, su fuerza no es lucha a muerte por el poder político enseñoreada, sino fuerza de voluntad de vivir políticamente. La debilidad de la fuerza de la lucha a muerte por el poder político es fuerza de la voluntad de la vida política. La voluntad de vida política es débil en la lucha a muerte por el poder político pero fuerte en la tenacidad de un compromiso comunitario, hasta la donación de la vida misma en la debilidad y exposición, en la valentía y consciencia del triunfo histórico como muerto político, tal cual lo atestiguan Pardo Leal, Jaramillo Ossa, Galán Sarmiento, Pizarro León-Gómez, Garzón. En los muertos políticos el débil transforma su posición respecto de la fuerza de la lucha a muerte por el poder politico, pues, con valentía se reconoce débil y se expone: expuesto se hace fuerte en voluntad política ya que a pesar de su debilidad ante los que luchan a muerte por el poder politico, mantiene agitada su aspiración a un bienestar compartido con otros, más allá de la lucha a muerte por el poder político, más allá del campo de batalla de los enemigos invisibles. La lucha a muerte por el poder político en la que se asesina al opositor, se impone ante la nada, pues, la debilidad no tiene fuerza, por ello es debilidad. La fuerza ante el débil es fuerza ante la nada, esquizofrenia y voluptuosidad de la voluntad de poder, ejercicio de la fuerza que se enseñorea sobre sí misma en un completo absurdo.

Esta dialéctica es en Pablo la señal de que el muerto vive de tal modo que la justicia que predicara el muerto no es una justicia de ayer, pasada, vencida, sino una justicia que se alimenta para desarmar al armado y transformar lo que pareciera naturalmente establecido de una vez por todas. Así, el débil es fuerte y es el único capaz de desarmar la fuerza del fuerte, porque no se opone como en una lucha de pares, sino que resiste desde una transformación radical de la oposición. La oposición no se opone como resistencia en la fuerza, sino como resistencia en la creatividad, modifica las coordenadas tradicionales de la oposición y abre la resistencia a una pluralidad insospechada de aciertos que desarman la fuerza opresora. De esta manera surgen puntos de resistencia que la fuerza no se imagina ni espera, el punto en el que la fuerza no puede arremeter porque aquel débil sobre el que se enseñoreaba se ha transformado en autor de su propio destino, ha tomado consciencia, se ha hecho un hombre que proyecta y crea y que no resiste con la fuerza, sino con la creatividad que opera la transformación de la realidad de su vida política, por fuera del plano de oposición en que el opresor, el fuerte, jugaba y vencía.

De todo esto nos queda claro una cosa: nuestros muertos políticos ¡no están muertos! Viven en nuestra idea de justicia, nos ayudan como memoria colectiva a repudiar la fuerza que los ha masacrado y no serán olvidados mientras existan conciencias críticas que sean capaces de mirar el pasado sin nostalgia y lloriqueo, con la tenacidad de quien rescata el ejemplo del pasado para reactualizarlo y proyectarlo creativamente sobre el campo político.

Los nombres de nuestros héroes y heroínas, de nuestros precursores, podrían ser dejados en las lápidas de sus tumbas, en la tinta muerta de los libros o en la memoria nostálgica de los derrotados. Pero también podrían ser evocados con la fuerza de sus ideales, de sus luchas, de sus principios, para mantenerlos vivos aquí y ahora, para que su derrota sea la victoria de los débiles que tras el testimonio y el aprendizaje se reorganiza y se activa de una manera más consecuente para resistir las embestidas del mal político. Manera consecuente que no apunta armas, que no arenga en discursos, sino que transforma creativamente las situaciones inmediatas de injusticia y exclusión.

Nuestros muertos políticos reciben justicia, incluyendo a los verdugos no ajusticiados, en el momento en que transformamos nuestra actitud política domesticada en actitud política de liberación, activa, proyectiva, creativa. En el momento en que rompemos con los moldes de vida de una sociedad que se hunde. Este texto es un pequeño homenaje a los hombres y mujeres que soñaron, como nosotros, una patria diferente, una Colombia más justa. Esos hombres que, asesinados ayer, son nuestros ejemplos de hoy y del mañana porque siempre, en todo momento de nuestra historia, nos acompañarán con su optimismo y su ejemplo, su tenacidad y su lucha, su inmensa fuerza como debilidad y exposición: nuestros muertos políticos están hoy vivos en nuestra memoria con la fuerza de justicia de su muerte.

Yecid Calderón Rodelo
Olla del altiplano de Anáhuac, junio 26 de 2010.
[1] Discurso pronunciado por Jorge Eliécer Gaitán en el cementerio de la ciudad de Manizales, Capital del Departamento de Caldas, en homenaje póstumo ante la tumba de los muertos liberales asesinados durante la violencia política en el año 1948. Esa oración se halla grabada en piedra en el Panteón de la Casa Museo Gaitán, donde dos meses después fuera sepultado el propio caudillo.
[2] Voces del pueblo en el sepelio de Bernardo Jaramillo Ossa, líder de la U.P. asesinado por paramilitares, personal del Departamento Administrativo de Seguridad (D.A.S) y los llamados "seis apóstoles", hasta ahora anónimos y que pertenecen a la élite gubernamental, financiera y terrateniente de Colombia.

jueves, 24 de junio de 2010

DOMINACIÓN O LA DOMESTICACIÓN DE LA POLÍTICA

Dominar es una palabra que significa ser señor de algo. El dominus es el señor del domus o sea de la casa. Quien es dominus es porque ejerce un poder total sobre la casa. La idea de dominio y dominación aunque suena más familiar para nosotros en latín que en griego, se ha construido sobre la idea griega del oikos o sea de la casa. El iokos griego era visto en la época clásica de la cultura helena como la parte más pequeña de la ciudad y por ende su elemento constitutivo. Una ciudad, una polis, o sea un Estado, estaba conformado básicamente por oikoi (plural griego de oikos) o sea casas de familia. Las casas de familia formaban clanes o aldeas pero éstas no alcanzaban el grado de autonomía que se daba en la ciudad, la cual, al unir todos los clanes a partir de la producción básica material o economía, podía elevar la vida de los ciudadanos (una élite) a un nivel de vida superior, la vida política, “la vida cumplida”, esto es, la vida del Estado propiamente dicha[1].

La vida del Estado era la vida de la libertad, pero en Grecia, para poder ser libre era necesario, antes que todo, ser señor del oikos, ser amo. Sólo los varones que tenían oikos perfectamente constituidos podían ser ciudadanos libres. La razón de ello estriba en que en el oikos había unos elementos mínimos que debían estar presentes para que se diera el oikos como tal. Tales elementos o partes eran: una esposa (libre por analogía con el esposo pero tan sólo en el ámbito doméstico), una prole (potencialmente libre pero aún sujeta al mando del padre) y unos esclavos que hacían las veces de instrumentos vivos, como un buey o una cabra (absolutamente enajenados de cualquier derecho)[2].

El amo o señor de la casa, el varón libre, se convertía en el término en el que confluían estas tres partes y del cual emanaba toda la dirección del oikos aunque la mujer tenía un papel análogo sobre los hijos y los esclavos pero delegado por su esposo. Así las cosas, el hombre libre era un verdadero amo, un verdadero dueño, un señor. Los romanos no se diferenciaron en mucho de esta estructura organizativa griega y de esa visión particularmente machista (no digo mala o buena) y hegemónica de la economía o de la vida doméstica que es lo mismo en sentido antiguo. Por eso en latín decir dominus significara decir dueño de su casa, en el sentido más absoluto de propiedad. Este ejercicio del dominus era el dominio, es decir, la propiedad absoluta que tenía el señor sobre su mujer y sus hijos. De ahí, también, que dominio se use ahora en sentido de propiedad.

Dominio, pues, quiere decir ser dueño total y absoluto en su casa. Disponer de su casa como le parezca y le convenga. Dominar significa que nadie está por encima de las decisiones y que el señor mismo, al señorear, no tiene que estar sometido a sus propias decisiones como si se tratara de un gobernante que gobierna obedeciendo en una buena democracia, sino de un gobernante que gobierna mandando autocráticamente, sin necesidad de caer por debajo de las directrices que él mismo determina para sus subalternos que son su esposa, sus hijos y sus esclavos. La diferencia entre lo doméstico y lo político consiste en el poder obedencial, esto es, un ámbito de la libertad en el que ningún sujeto está por fuera de la decisión política establecida por el consenso desde la diferencia, de tal modo que el que manda ha de mandar obedeciendo[3], mientras que en lo doméstico, el que manda ha de mandar, como ya hemos dicho, con total autoridad, es decir, como despotes[4] (déspota).

También de la palabra dominus y domus se deriva el adjetivo doméstico, que es como decir, económico. Lo doméstico o económico hace referencia a las disposiciones que el señor establece para el buen funcionamiento de la casa[5]. Por ello él determinaba las conductas de quienes estaban bajo su tutela: señalaba el modo de comportamiento de todos aquellos que estaban a su disposición, domesticaba, enseñaba a comportarse de un determinado modo. Esta domesticación, claro está, también venía dada por los paradigmas de comportamiento social establecidos por la comunidad en la que se hallaban, o sea, la polis griega.

Con el tiempo la palabra domesticar y doméstico la hemos dejado sólo para aplicarla a los llamados instrumentos vivos de la casa, es decir, los animales de la casa, los animales domésticos que, perdonen la redundancia, han sido domesticados. Pero con el tiempo también hemos descubierto que la domesticación del hombre sobre el otro hombre se ejerce con disimulo a través de lo que se llaman “formación” mediante una razón pedagógica de adoctrinamiento, amaestramiento (servirse de un maestro que determina el modo de conducta de manera ejemplar y sin creatividad alguna impidiendo la exploración genuina de las expresiones individuales) en particular en los aspectos políticos.

La política se ha convertido en la época Moderna en una domesticación, puesto que los Estados se han convertido más en organismos de control, regulación y fiscalización de los individuos, mediante políticas de seguridad nacional que garantizan una conducta homogénea en la población a través de la inseminación del miedo, así como a la mera organización y distribución de la riqueza, al enviar las grandes excedencias de capital hacia arriba, es decir, hacia las élites que desean continuar detentándola. La política, entendida como el campo o emplazamiento en donde se ejerce y se pone en juego la libertad de los ciudadanos, es algo desconocido hoy en día. Lo que nos hace pensar que si un griego de la época clásica fuera traído en el tiempo hasta alguno de los Estados modernos, éste quedaría perplejo frente a la iokonomización de la política, es decir, frente a la domesticación de lo político o el remplazo de lo político por lo doméstico.

Este griego preguntaría por el ágora (la plaza pública, el lugar público) donde se pasan los hombres libres la mayor parte del tiempo (que de por sí es tiempo libre, por eso decían los griegos ser hombre es ser libre) empeñados en pensar lo político, es decir, en conocer la razón de ser de una vida colectivamente buena y en poder efectuarla para beneficio de ellos mismos como ciudadanos que eran. Preguntará por ese espacio en que se debatía y se ponía en juego la libertad a partir de un uso, quizás, un poco acentuado de la razón, pero al fin de cuentas, abierto a la pequeña pluralidad de esos pocos hombres libres de la polis griega, pluralidad de pensamiento y diferencia en el sentir político que activaba el acuerdo dialógico y toda su habilidad creativa, su capacidad de pensamiento propositivo en cuanto a lo político para poder acordar entre iguales y gobernar como iguales.

Pero el griego que decimos no encontrará ese espacio por ninguna parte del planeta, menos aún, en una democracia como la colombiana. Vería a un amo enseñoreado sobre su esposa, la institucionalidad estatal, o sea los ministros y los distintos poderes derivados que emanan de su poder ejecutivo, así como los organismos que conforman el legislativo y el judicial. Un señor que trata con mano firme a sus hijos, esto es, a las élites y la oligarquía, domesticándolos según su propia visión de lo conveniente y lo inconveniente, tratándolos como potencialmente libres en un futuro, como libre ahora es la familia Santos que el 20 de junio obtuvo la mayoría de edad y su propia casa (de Nariño). Así mismo, trata con severidad a sus esclavos o siervos que vendrían a ser las clases medias y la clase baja de la nación colombiana. Y como hasta en el grupo de los esclavos hay jerarquías, los esclavos capataces (las clases medias) se consideran unos privilegiados a los ojos del amo, quien les permite enseñorearse sobre las clases bajas, pero todos, sin excepción, conformando un sector productivo sometido tanto como sometida está la yunta a su labrador por más que le dé buena sal y la mantenga bien cebada, el asunto es que produzca y rinda bajo el lema “trabajar, trabajar y trabajar”.

Nuestro personaje imaginario, el griego, quedaría sorprendidísimo al ver cuánta eficacia de dominio ejerce un amo tan poderoso sobre su domus, pues, su casa no es sólo una finquita de 2.000 hectáreas como “El Úberrimo” cerca a Montería, ni la casita de “San José” de escasas 23 hectáreas, sino todo un inmenso territorio que va de Punta Gallinas en la Guajira hasta la quebrada San Antonio en la Amazonía. El griego se sorprenderá que este hombrecito tenga bajo control, buena domesticación y excelente amaestramiento a tantos millones de personas.

Pero lo que sí tendría claro el griego es que el mundo en realidad no ha cambiado radicalmente y que así como el esclavo griego, según la definición aquella de Aristóteles, era un siervo por naturaleza puesto que no era apto para tomar las riendas de su propio destino[6], —definición que curiosamente Juan Ginés de Sepúlveda y otros tanto dieron del indio americano en el siglo XVI y que al parecer caló en el subconsciente del pueblo colombiano— así mismo el esclavo actual es torpe en cuanto a que permite su sujeción a un amo por mera conveniencia básica y falta de dignidad (es decir falta de conciencia de su valor como hombre libre).

Siendo así, para el griego imaginario que testimoniara la situación política de Colombia, el esclavo actual existiría bajo las mismas condiciones que el esclavo antiguo, sólo que multiplicado. Comprendería que aunque se hubiesen cuantificado, a tal extremo, estos esclavos son los mismos tipos sin la capacidad de autogobernarse y de hacer de su vida una vida autónoma, buena y con control sobre su tiempo libre como los de antaño. Creerá que los esclavos se han multiplicado por millones y que la raza de los hombres libres ocupan unos cuantos cargos. Creerá que la domesticación es la misma, pues, los actuales esclavos, como buenas yuntas, hacen que la economía funcione para los señores desde los distintos niveles de la producción (el venido a rico clasemediero alto y el obrero que le maquila) mientras los señores adoptan una actitud de enseñoramiento y superioridad favorecido por los analogados de amestramiento social como la familia, la escuela y la oficina de trabajo.

Así las cosas, nuestro gran dominus junto a otros, disfruta de las rentables políticas neoliberales que apuntala a su familia y a la de sus favorecidos en el cuadro de los ricos del país, como es típico en estas colonias del sur. Ahora que termina su gobierno directo seguirá promoviendo su política autárquica de la que no creo que Santos se libre o se quiera librar, pues, este vástago del uribismo tiene claras intenciones de “unidad nacional”, es decir, socavar el principio político de lo que Rancière llama “el dos de la política”[7], esto es la participación/partición del plano político según los intereses heterogéneos de los ciudadanos libres.

Uribe, el gran dominus, estará al margen pero interfiriendo la política favorecido por su millonaria pensión vitalicia —que a lo mejor será doble porque como gobernó por dos períodos— desde un buró en alguna mansión de la nación o desde su yate de vacaciones en algún soleado y plácido mar del planeta, eso sí conectado a internet dirigiendo su “uribersidad” para mantener una producción domesticada de profesionales virtualmente entrenados. A todo esto se le llama, en términos modernos, tener buena estrategia de dominación y haber convertido la política en un mero asunto doméstico, aunque el griego imaginario aquel del que hablamos no le quepa en la cabeza en qué sentido tal dominio es un producto estratégico porque el único arte de la estrategia que conocieron los griegos fue el de la guerra, supuesta la comunidad política como surgida por la fragilidad humana y no por el interés egoísta y calculado de unos cuantos lobos.

La estrategia en Grecia antigua era practicada exclusivamente en la guerra protagonizada y llevada a cabo sólo por los hombres libres o combatientes, no como hoy, que es llevada a cabo por jóvenes colombianos tristemente excluidos de la educación, sin futuro, enajenados a cualquier posibilidad de vida que garantice su plena realización como sujetos de la comunidad política, esto es, excluidos de la riqueza material mínima. Paradojas, pues, de la historia política de los pueblos que no quieren transformarla porque la ven como un destino, dejando que la vida pase, sujeta a una domesticación mezquina y cruel, que desconoce lo político y lo proyecta como mera administración de la gran finca que es nuestro territorio nacional.

Yecid Calderón Rodelo

Tlatelolco, Ciudad de México, 24 de junio de 2010.

[1] ARISTÓTELES: Pol., 1252 b, 30.
[2] ARISTÓTELES: Pol., 1253 b, 6 y ss: “la familia completa se compone de esclavos y libres (...) los primeros y más simples elementos de la familia son el señor y el esclavo, el marido y la mujer, el padre y los hijos¨
[3] DUSSEL: 20 Tesis de política, Ed., siglo XXI, 2ª edición 2006, México. “La política consiste en tener ´cada mañana un oído de discípulo´, para que los que mandan ´manden obedeciendo´. El ejercicio delegado del poder obedencial es una vocación a la se convoca a la juventud (…)”, p., 8.
[4] AGAMBEN: El reino y la gloria, una genealogía teológica de lo económico y del gobierno, Ed., Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2008, p., 41.
[5] Ibid.
[6] ARISTÓTELES, Pol., 1254 a, 16 y ss “De lo anterior resulta claro cuál es la naturaleza del esclavo y cuál es su capacidad. El que, siendo hombre no es por naturaleza de sí mismo, sino de otro, éste es el esclavo por naturaleza” El tema de la autonomía no se deslinda con claridad pero en un largo pasaje inmediato a l esta cita demuestra que el esclavo sólo participa de la razón pero no la ejerce, esto es, piensa pero no razona.
[7] RANCIЀRE: Los bordes de lo político, ed., La Cebra, Buenos Aires, 2007, p., 88.

EL MAL EN LA POLÍTICA

Con frecuencia nos sentimos entristecidos por los sucesos de maldad que acontecen en la política, sucesos como el abuso del poder, la administración corrupta, el clientelismo, el cinismo parlamentario, los salarios exagerados de los representantes del pueblo en el gobierno, las disposiciones decretadas a espaldas de las auténticas realidades de la comunidad política, etc., etc.. Esa maldad con la que “el político de oficio” afecta al “político de naturaleza”, es decir, al ciudadano que tiene compromisos y vínculos comunitarios desde lo civil y lo político, pero que queda reducido, como sujeto de acciones políticas, a ser un mero instrumento electoral. Esa maldad que enmascara intereses y apuesta a esas demagogias que convierten el cinismo en su cualidad moral por excelencia.

El mal político es como una plaga, se reproduce a gran escala, como una pandemia que aparenta no tener antídoto. Pero, a pesar de su proliferación y fortalecimiento, el mal político tiene cura y es la salud del cuerpo político lo que ha de llamar la atención del ciudadano que aún no ha sido infectado por el cinismo, aspecto más eficaz del mal político. Curarse del mal político como si se tratara de una enfermedad a combatir en el cuerpo político es una urgencia en democracias como la colombiana, en la cual la autarquía política ha tendido a convertir el cinismo en un condición general del Estado con acciones determinantes: clientelismo, vínculos con el paramilitarismo, escándalos de corrupción (“yidispolítica”), el abuso de poder mediante instituciones tan debilitadas democráticamente como el DAS o actos democraticos vanalizados como las recientes elecciones que hacen que la contundente victoria de Santos haya sido favorecida por el gobierno saliente. Este es el cinismo que llama democracia a un enmascaramiento de instituciones que, como la Registraduría, andan evidentemente viciadas por la autarquía Uribe.

Remedios hay pero los mismos sólo pueden descubrirse una vez diagnosticado el mal, sin embargo, un pueblo que escasamente funge como “votante” y que ejerce su derecho y su deber a medias, con la mediocridad típica de quien se contenta con lo que le favorece perdiendo el horizonte del contexto general de lo político y de la comunidad a la que a punta, en último término, el bien de lo político, difícilmente puede reconocerse enfermo. Algunos “votantes” (como los beneficiados por el programa uribista “familias en acción” que tuvieron que votar para no perder su subsidio o los campesinos que son hostigados por los paramilitares) ni enterados están, porque no las tienen, de las razones por las cuales participan o de los motivos por los cuales eligen a un determinado candidato al votar, pues, siempre median estrategias dañinas para darle continuidad a la enfermedad y evitar su evidencia; el cinismo ataca directamente a los órganos humanos más vulnerables: el estómago ( hambre) y el cerebro (la falta de conciencia política). De otra parte, los que se creen ilustrados en política, es decir, las clases medias (baja, media y alta) que repiten lo que los medios de comunicación les indica o, a lo sumo, lo que algún artículo de revista les perfila, en realidad son meros instrumentos de las ideologías y del impacto de los medios masivos, los cuales tiene finta de doctos. Éstos “ciudadanos”, que son “los más enterados”, no reconocen que en el fondo de sus motivos políticos está la mera conveniencia, económica o de clase, o simplemente la burda adhesión a opiniones que revelan con claridad el cinismo de quien cree saber cuando en realidad no sabe, tal el caso de alguien que alguna vez escuché y que decía: “en mi familia somos uribistas porque uribista es mi papá”. Si eso no es falta de conciencia política, dígame alguno ¿qué cosa es entonces?

El mal político se evidencia en esos actos de los cuales sabemos hasta la redundancia, por eso, para no ser tan redundantes y no quedarnos en la mera acusación superficial, perfilemos lo que en la política es el mal con el rigor que nos brinda un ejercicio de pensamiento un poco más profundo.

La comunidad política es lo propio de lo político, pues, a diferencia de la fundamentación moderna de la política hobesiana que reinterpretaba el dicho de Plauto “el hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus) y que señala al egoísmo como el dato básico de la naturaleza humana, la humanidad nace unida a otros y es sólo en el marco de la convivencia donde se constata así misma. No hubo nunca un hombre sólo que meditara sólo y que calculara sólo, el rostro del Otro como madre, como hermano, como amante, se halla siempre en el origen, de tal modo que la fábula moderna del Robinson primigenio es tan sólo un error genealógico. El egoísmo y el altruismo se combinan en las pasiones humanas, pero lo que es determinante de lo político es el altruismo, de ningún modo el egoísmo. Si el egoísmo funge como origen de lo político lo que tenemos en frente es una sociedad disfrazada y cínica, una sociedad enferma por el mal político. Lo propio de lo político es la adhesión a otros, lo político es la comunidad y su origen puede ser ciertamente la natural indigencia humana, la fragilidad humana que algunos pensadores de la primera modernidad (la Escuela de Salamanca) pusieron como causa primera de lo político. Sin embargo, para no caer en naturalismos, pensemos en el hecho de que la sociabilidad es algo muy conveniente para los hombres independientemente de si es natural o no y que la organización de esa sociedad que tanto nos conviene funda el poder político. La conveniencia no debería ser un aspecto negativo de lo político, pues, conviene aquello que promueve la vida y si se tiene claro el fin de la comunidad —que sería la promoción de la vida humana para todos aquellos que sean cobijados por un mismo poder político— ya se tiene un criterio al menos necesario, si no suficiente, para determinar con objetividad qué sea lo conveniente o no en cuanto a la organización política. La mayor parte de la gente razonable concuerda en que la comunidad política persigue el beneficio de todos, es decir, de cada uno, pero dentro del marco de la comunidad. El problema surge cuando el bien individual entra en colisión con el bien común, pero, esa colisión se resuelve si se mira al fin de la comunidad política o sea la promoción de la vida humana. Si la acción que se presenta buena para un individuo atenta contra este fin, entonces, el individuo debe elegir moralmente al entenderse como miembro de un grupo que le exige el principio moral mínimo de la promoción de la vida. Aquí vale la pena señalar que esta promoción de la vida no puede hacerse extensiva con rigor fariseo, a tal punto que ésta misma se presente como justificación para atropellar los derechos mínimos de algún individuo. El mal político aparece cuando el individuo atenta contra este aspecto fundamental de la comunidad política. Cuando un hombre hace daño, es decir, cuando un individuo ejerce su libertad contra la vida de la comunidad o de alguno de sus miembros, sin existir una justificación a la luz de los fines de la comunidad previamente meditados y tenidos en cuenta, en ese momento el mal político aparece como daño o violencia a los intereses de la comunidad política, intereses que se materializan en la defensa de los individuos que conforman esa comunidad (desde el punto de vista de la promoción de la vida). Esa comunidad no excluye a ninguno de sus miembros, son ciudadanos todos aquellos que tiene la nacionalidad o los derechos mínimos que brinda el haber nacido en un determinado lugar, que a su vez, es el derecho de tener una nación, una patria, una comunidad política que lo defiende ante los demás bajo la tutela de todos los demás derechos: la vida, la paz, la igualdad desde la complejidad de la diferencia, etc. De ahí en adelante la comunidad política vela no sólo por su nacionalidad sino porque este miembro pueda llevar a cabo una vida digna con absoluta comodidad, según los aportes que la misma comunidad demande del individuo, el cual ha de revertir los beneficios recibidos hacia la comunidad y en pro de todos los derechos que la comunidad ha de cuidar y promover. El mal político nace en la totalidad de la comunidad o en la totalidad del individuo, en la totalidad de los intereses de algún grupo (beneficiado por su visión totalitaria) o en la totalidad ejercida por el Estado como democracia. Esta totalidad consiste en que el mal se disfraza de igualdad o de equilibrio, se disfraza de legalidad (no de legitimidad) ante la complejidad de la experiencia de lo político que tiene cada sujeto. El mal político es, entonces, la totalización del poder, de las instituciones, de los intereses de élites y partidos, el mal político es la totalización de una democracia que con la máscara de la legalidad se pasa por alto la legitimidad. El mal político es la “fetichización” (Dussel: reificación de los aspectos del Estado) del poder como totalidad o de cualquier elemento político que se entrone por encima de las diferencias propias y específicas de la complejidad del cuerpo político. El mal político sigue siendo la invisibilización de otras formas de poder y la sujeción violenta a las tradicionales formas del Estado que se llevan a cabo en nombre de la unidad nacional. Unidad nacional que es totalización de los intereses partidarios de ciertos grupos, unidad nacional que es igualitarismo que sigue manteniendo a los de abajo iguales a los de abajo y a los de arriba iguales a los de arriba, unidad nacional que es el monopolio político que sigue simplificando el ejercicio político. Unidad nacional que es el desconocimiento de que el pueblo es un complejo de fuerzas y no un simple bloque de identidades sin experiencias particulares propias y ricas. Unidad nacional para los intereses de los que representan esas heterogeneidades partidistas corruptas y, de nuevo, cínicas. La totalidad, la simplificación y el cinismo son formas del mal de lo político, así como también lo son la invisibilización de formas alternativas de poder y de organización. Mal político que también se presenta bajo la forma del ocultamiento de la heterogeneidad de los ciudadanos como sujetos políticos y de su amplio abanico de acciones políticas. Mal que también es desconocimiento de la diversidad cultural, grupal y de clase que hace explotar esa moderna igualdad que no es más que un disfraz con el que se arropa una maquinaria de poder viciada, socavada por la falta de pensamiento crítico político, es decir, cínica y ciega. El mal político es la falta de pensamiento crítico que no sólo se adhiera a una ola que puede ser producto de una coyuntura política, sino que se adhiera a una actitud política, la crítica y la constante elaboración de lo político como ejercicio proyectivo, propositivo, del pensamiento. Creatividad política desde la realidad inmediata de los sujetos que conforman grupos, colectividades, etnias, identidades que en general son dinámicas, integradoras y desintegradoras. El mal político es seguir viendo en el Estado al regulador de un poder que emana del pueblo y que de una vez y para cuatro años queda constituido limitándose a la mera opinión sobre las acciones y en casos esporádicos a la protesta callejera. Se requiere transformar continuamente la concepción de lo político para evitar el mal político del cinismo mediante la constante propuesta de organización de los sujetos políticos como cuerpos, entidades, identidades, culturas, colectivos, etc. Una terapia de lo político que empiece por pensar y continúe por organizarse o desorganizarse de tal modo que se deje siempre abierto el margen a lo que nos ha sido siempre vetado como “imposible”. La acción de los sujetos políticos no se reduce a la elección de un gobierno o a la reacción tardía frente a las decisiones que socavan los intereses de la comunidad política, sino mediante la deconstrucción-recontrucción de las formas de actividad política tales como la protesta, los debates de opinión, las expresiones de las identidades, las emergencias de otros modos de ser de lo político, los cabildos, la rendición de cuentas, la proyección de lo comunitario o grupal mediante la intervención de los espacios públicos, siempre dentro del marco de la legitimidad y no meramente de la legalidad.

El mal de lo político se cura con participación creativa y creadora más allá de lo establecido. La capacidad de verificar estados posibles de organización comunitaria y ciudadana que por su legitimidad adquiera estatuto de legalidad para ampliar el espectro de las acciones políticas y de las actividades del sujeto político complejizando el campo político a manera de un reflejo isotópico de la realidad social. Al cinismo se le opone la participación creativa, a la corrupción se le opone la emergencia de controles comunitarios sobre la base de la legitimidad de la acción política. A la parodia de la unidad nacional se le opone la realidad de diversidad política y cultural, así como la emergencia y construcción de nuevas identidades políticas.

Yecid Calderón Rodelo


Tlatelolco, México, 24 de junio de 2010.

miércoles, 2 de junio de 2010

YO QUIERO SABER QUÉ ES UN PUEBLO

La palabra pueblo es una de las palabras más usadas por lo teóricos en filosofía política, por los partidos políticos, por los políticos, por la gente común. Es un término que va y viene y que pocas veces nos detenemos a analizar en cuanto signatura política. Digo signatura en el mismo sentido en que usa ese término el filósofo francés M. Foucault. Para ir ganando claridad en estos conceptos que a primera vista pareciera demasiado abstractos, vamos a ir desplegando tanto la definición de pueblo como la función teórica que como signatura de lo político conlleva. Signatura es, tratando de hacer legible a Foucault y esperando no traicionarlo en nuestra "traduccción", los puntos que anudan lo semejante. Toda semejanza (convenientia, aemulatio, analogía y simpatía que son las semejanzas que del siglo XVI rescata el filósofo citado en su obra Las palabras y las cosas) es una forma de relación espacial. Es confrontar dos planos o dos volúmenes que presentan isotopías, parecidos, similitudes en las superficies. Cuando nos percatamos de una semejanza es porque una signatura nos ha llevado de un espacio a otro permitiendo vincularlos. La signatura es la sospecha de la semejanza y es el punto que interconecta lo semejante.

Ahora bien, hemos dicho que pocas veces nos detenemos a considerar que la palabra pueblo en realidad es una signatura política o que por lo menos podría ser tratada como tal. En este texto intentaremos apreciar el carácter de signatura del concepto pueblo, el cual creemos que es clave para poder ir reconociendo el significado y la función semántica de este término tan usado para, finalmente, darle el valor político crítico que corresponde. Por eso parto de la cuestión: yo quiero saber qué es un pueblo. Quiero conocer el sentido de aquella frase que dice "la voz del pueblo es la voz de Dios" o cuando se escucha la consigna, tan usada en estos hemisferios, "el pueblo unido jamás será vencido". Quiero saber qué es lo que pienso cuando me cuentan que hubo una Conferencia mundial de los "pueblos" de la tierra en Bolivia (abril 19-22 de 2010). Quiero saber por qué el "pueblo no aprende" o por qué dice la ranchera "soy el hijo del "pueblo". Quiero saber a qué pueblo se refería Marx con su famosa frase "la religión es el opio del pueblo". Me interesa saber por qué los antropólogos dicen tanto "los pueblos primitivos" y quiero conocer la relación que hay en todo esto.


Ya con esta polisemia evidenciada nos queda algo claro: la palabra "pueblo" se dice de muchos modos, como diría Aristóteles en el libro I de la Metafísica pero en ocasión del ser, lo que me hace pensar que entre ser y pueblo, entre realidad y pueblo hay otra signatura que vincula y asemeja, ya veremos que la tranformación o la creación de una realidad es sólo a partir del pueblo políticamente entendido, es decir, entre ser y pueblo hay una relación de causa, pues, el pueblo causa su realidad, su ser

Empecemos por lo simple, pueblo deriva de la voz latina populus que al tecnificarse en el pensamiento político de Cicerón llegó a significar "la asociación basada en el consentimiento del derecho y en la comunidad de intereses". Pero esta noción que es propiamente política surge de una experiencia particular de comunidades concretas. Los plebeyos, la clase menos poderosa de Roma en cuanto al poder político, se habían configurado a partir de aquellos grupos primitivos que vinieron a Roma atraídos por la prosperidad de la ciudad o simplemente eran esclavos libertos.


Este grupo "no era gente", no eran patricios. La mentalidad política tradicional solía denominar "no gente" (también lo hacian algunos indígenas americanos con los que no eran pertenecientes a sus red de parentezco tribal) a quienes no habían constituido parte original de la ciudad o del grupo. Los "no gente" o plebeyos, opuestos en naturaleza jurídica y política a los patricios, fueron conviertiéndose con el tiempo en un grupo heterogéneo que incluía a prósperos mercaderes hijos de antiguos extranjeros que se habían enriquecido, a los trabajadores asalariados desposeidos de cualquier propiedad y a todo aquel que no contaba con el reconocimiento oficial por parte de la ciudad, esto es, todo aquel carente de derechos.

Este grupo heterogéno exigió, en algún momento, la participación política y el reconocimiento de algunos derechos como ciudadanos en un proceso de lucha contra los patricios. De ahí que la plebs o plebeyos sea una signatura que vincula la noción "pueblo" con un grupo que, estando excluido (los "no gente"), va ganando terreno mediante la lucha contra los que ostentan el poder político, o sea, los patricios (diríamos en buena lógica dialéctica "la gente" como todavía, por un uso colonialista de la expresión, se dice en nuestra América para diferenciar a alguien culto de alguien que es un "indio" o un mal educado).

Con el tiempo llega la noción a un nivel técnico jurídico-político que hemos citado ya en Cicerón. La noción al tecnificarse adquiere un nuevo estatus, pues, hace mención de un "consentimiento del derecho" y de una "comunidad de intereses". Podemos apreciar que esa comunidad de intereses bajo el consentimiento del derecho es lo que hoy entedemos en forma abstracta por nación, el pueblo como concepto que hace referencia a los hombres que ocupan un territorio nación.

Pero la signatura no se agota, pues, la palabra pueblo también alude a una población circunscrita por un contexto rural, el "pueblo", el epicentro urbano de menores dimensiones que se ubica como la "cabecera" de un campo. En este sentido se usa en la canción colombiana popular "ayer me echaron del pueblo", como queriendo decir ayer me sacaron de la aldea, de la villa.

De otra parte, pueblo lo vamos a entender en un sentido político contemporáneo con tono crítico liberador ¿Qué significa pueblo en un contexto político crítico y liberador? Significa que la crítica ha de abrir y ampliar las posibilidades de la signatura pueblo hacia la construcción de un orden político nuevo en el cual los excluidos no sólo sean incluídos, sino que puedan ser llevados más allá de un régimen tradicional injusto. La crítica propone vislubrar teóricamente un estado de cosas que en el campo político habilite unos principios normativos mínimos para el ejercicio político, materializados en instituciones que eviten la configuración de exclusiones y la opresión política.


Desde esta perspectiva, la signatura pueblo nos va a vincular con otros sentidos y significados, por ejemplo, nos vincula con la idea de una "comunidad que está unida bajo el interés de la promoción, conservación y dignificación de la vida". Este es en últimas el fin al que tiende una comunidad de hombres como comunidad política. La signatura nos lleva a considerar que pueblo es, a su vez, el contenido material de lo político, su fin y su fundamento empírico real. Pueblo nos conecta en un sentido crítico liberador con la idea de una comunidad política que busca "la producción, reproducción o desarrollo auto/responsable de la vida de cada sujeto humano en una comunidad de vida" (E. Dussel).

Siendo así, podemos afirmar aquí que "pueblo" para nuestro Círculo crítico político es una "comunidad de vida", a lo que agregaríamos, comunidad que es consciente de la dignificación de la vida a partir de instituciones que aminoran el impacto de las exclusiones sociales y de la opresión de unos hombres sobre otros. Notemos que aquí estamos generando una analogía (gracias a la función de signatura de la palabra pueblo) con la experiencia liberadora de la plebs romana, de los pebleyos romanos, en tanto que pueblo nos remite a un grupo que permanece activo en su preocupación por evitar la exclusión y la falta de dignificación de la vida en cualquier hombre.


En esto comulgamos conceptualmente con Enrique Dussel (uno de nuestro mentores). Este pensador argentino-mexicano señala en su librito 20 tesis políticas que la "comunidad política o pueblo" se halla en el margen de una organización política que no cumple todas las demandas que, como organización humana, debería alcanzar. De este modo queda un "remanente", un "resto", un sobrante a esta organización política que no es atendido en sentido material por las instituciones que se han configurado para el bienestar de todos. Desde este resto aparece el "pueblo" como agente tranformador de un hegemonía política que permite, promueve o es indiferente frente a la exclusión. Por ello el pueblo lucha, es lucha de reivindicaciones.

La signatura pueblo nos lleva a la función activa, participante. Es un resto que no se cruza de brazos en una simple etiquetamiento sino que se alza, no sólo en las armas o en la protesta o en la reunión del panfleto, sino en la información, la autoformación política, el análisis crítico de las situaciones. Es un grupo que aprende a conducirse por sí mismo para ir gestando desde su seno instituciones políticas más justas. Un pueblo que, por ejemplo, crea la mesa de la barriada que brinda información sobre la situación de la zona y el modo posible de organizarse para controlar los recursos económicos de un pequeño sector de la ciudad y verificar que sean canalizados hacia la promoción de la vida con calidad, eso es actividad de resistencia, actividad política y fuerza de tranformación.

Muchos autores contemporáneos han definido al pueblo como multitud organizada por oposición a la mera multitud reificada (sustancializada y momificada en la noción) de pueblo (Negri). También es definido el pueblo como bloque activo que se integra y se desintegra, que puede dispersarse en tiempos de conformidad o puede reunirse cuando necesita rescatar su fuerza y su poder. En este sentido habla Gramsci del pueblo como bloque, como arena que se junta para formar una roca o como roca que se dispersa en muchos granitos, sobre todo cuando se le sabe golpear (!que imágen!).

Lo interesante de todo esto es que pueblo siempre significa algo que es activo, no una cosa. Es una comunidad de vida que tiene fuerza y poder porque es dinámico, en el pueblo hay dynamis (movimiento) y energeia (energia), en el pueblo hay una potencia, un poder. Por eso, cuando el poder es una manipulación sostenida por un gobierno al que se ha conferido el poder, el pueblo puede recuperar ese poder como energía de una comunidad de vida que se activa en la lucha contra el régimen injusto, el pueblo en este sentido es una fuerza tranformadora, una potencia (posibilidad de ser) que deviene actualidad del ser (realidad con consistencia) y esto es muy aristótelico pero es cierto. Para autores como Dussel existe siempre una actividad reivindicativa de derechos que ejerce el pueblo como comunidad de vida. Derechos de todos los excluidos políticamente: obreros, feministas, homosexuales, enfermos, ancianos, indígenas, desempleados, negros, campesinos, inmigrantes, etc. Derechos que al ser reclamados mediante la fuerza transformadora del pueblo gestan una nueva realidad, una más próxima a la justicia.

Esta idea de pueblo activo se complementa muy bien con la idea de Foucault acerca de la distinción entre población y pueblo. La población en Foucault es el blanco del biopoder, es decir, de la regulación disciplinaria y de la domesticación del hombre (más o menos lo que hacemos los profesores en aula cuando nos sentimos obligados a imponer la disciplina, sólo que Foucault habla a nivel del Estado, por ejemplo, domesticación de resignarse y no criticar, domesticación de sentirse satisfecho porque ahora podemos ir de vacaciones a la costa Atlántica con la comioneta que compramos [y que estamos pagando a plazos], domesticación que nos pone contentos con estas políticas de seguridad mezquina y clasemedierabaja a pesar de que la educación empeora, la pobreza avanza, la salud desmejora, los desplazamientos campesinos continuan y los falsos positivos pasan como sí nada). Para Foucault el pueblo es aquella parte de la población que se resiste a ser tratada como tal, es decir, como mero sujeto de necesidades y, en tanto que resistente, pretende gobernarse a sí mismo porque es consciente de que el poder es su actividad y que el ser de su realidad lo gesta a su voluntad.

En conclusión, pueblo no es sólo la gente sustancializada en abstracto que vive en un país. Esa sustancialización de pueblo nación que los comentaristas deportivos indican cuando la selección Colombia juega un tornéo de fútbol y que alude a un pueblo como etiquetamiento sin contradicciones y lejos de la esfera material de las necesidades de la vida (con todo respeto por el deporte). Pueblo en política tampoco es la aldea donde nacemos, aunque esta aldea puede ser el foco de una tranformación política si su pueblo, ya no como aldea sino en su sentido politico, se organiza y evita la corrupción de su localidad. Pueblo en sentido político no es una etnia objeto de estudios antropológicos, podría ser pueblo político cuando conviertan al antropólogo en un testigo de su acción tranformadora, liberadora. Pueblo políticamente hablando es una comunidad de vida con poder (fueza, actividad) para pensar, resistir, actuar y, en el mejor de los casos, transformar realidades de exclusión y opresión.


Yecid Calderón Rodelo




San Pedro de Los Pinos, Ciudad de México, junio de 2010.

martes, 1 de junio de 2010

IDEARIO TEÓRICO

El Círculo crítico político es un espacio creado para "encontrarnos". El "encuentro" es lo que más nos motiva a ubicarnos en este espacio. Entendemos el "encuentro" como la confluencia de los rostros que buscan un mutuo reconocimiento desde el campo político. Un "tú a tú" que se acopla a la diferencia, que sigue la diferencia, que evita la homogenización de las convicciones políticas y que, en cambio, mantiene activo el intercambio de opiniones políticas.
El Círculo crítico político compromete a las personas que aquí nos encontramos con nuestras opiniones, nuestras expresiones, porque creemos que es necesario comprometerse políticamente. El compromiso es político y no ideológico, aunque necesariamente nuestras expresiones se pueden encontrar contaminadas por ideologías. Por ello, nos esforzaremos en argumentar antes que en afirmar.
En Círculo crítico político nos interesa el debate razonado, la tesis sostenida sobre una inteligencia de lo político y no sobre un dogma o una creencia. No defendemos ninguna postura política que no esté abierta al respeto de otras posturas.
El Círculo crítico político es heterónomo, es decir, se preocupa por la alteridad, por la experiencia de los excluidos. Es un grupo de reflexión en torno a otros modos de pensar lo político, a otras experiencias de lo político.
El Círculo crítico político habla de frente y con respeto. Es un espacio que quiere descolonizar las formas de pensarnos como sujetos políticos. Por eso aquí todos somos maestros y estudiantes, aquí creemos que nadie enseña sin aprender y nadie aprende sin enseñar, en contra de la idea de que existe una hegemonía del saber o del pensar.
El Círculo crítico político cree en la utópía de otro mundo posible política y económicamente y aunque no tengamos horizontes inmediatos de tranformación queremos vivir la experiencia de nuestros proyectos políticos como esperanza que resiste. En este sentido decimos que nos impulsa una esperanza que no aprende ni tiene memoria de un pasado que la suspenda. Nos une la esperanza como resistencia.
Somos colombianos pero creemos que es posible abrir el concepto de Estado nación a nuevas experiencias de Estado. Existe un lugar que amamos y que nos motiva a fundarnos, a crearnos, a pensarnos, ese lugar es nuestra América y por ella estamos dispuestos a mantener la esperanza en la resistencia por ahora intelectual.
Todo lo que aquí decimos lo firmamos con nuestro nombre propio y somo un colectivo público y virtual. No tenemos miedo de pensar. Si creamos textos a muchas manos, serán éstos nuestros textos, los de cada persona firmante porque pensar diferente no es delito ni terrorismo.
El Círculo crítico político no es de izquierda o de derecha, es crítico ante cualquier ideología que pretenda simular el mal político, o sea, la injusticia del hombre contra el hombre.
En el Círculo crítico político queremos pensar la realidad nacional y la realidad latinoamericana, africana y la de los continentes excluidos por las hegemonías dominantes. También las de los grupos que resisten en cualquier lugar del planeta.
Rechazamos la violencia como vía política y crítica, pues, la consideramos el agotamiento de lo político. Pero estamos dispuestos a resistir con firmeza frente a cualquier situación que sea de hecho injusta, no desde la agresión sino desde la posibilidad siempre abierta de la palabra. Ante el no diáologo o expresiones categóricas de orden afirmativo y no argumentativo resistimos con un pensamiento bien informado y bien argumentado.
Creemos que ser violento es dar pie a la estrategia de manipulación y señalamiento que justifica la represión por parte del Estado colombiano. Nuestro actual Estado autárquico, creado por la derecha, se autojustifica en la violencia. Desactivarla es necesario para desactivar la hegemonía de la represión de Estado.
En el Círculo crítico político creemos en la fuerza de la creatividad. Proponemos mundos a la vez que criticamos mundos. En este sentido no somos anárquicos aunque la anarquía tiene cabida si propone "positivamente", esto es, con factibilidad constructiva al menos en lo teórico, alguna forma de organización comunitaria en orden a la materialización de la justicia.