martes, 28 de septiembre de 2010

FILOSOFÍA PARA LA ACADEMIA Y UTOPOLOGÍA PARA LA VIDA

“El grande y fundamental problema de la filosofía social es: ¿Qué es en la sociedad lo real, lo efectivo, y en qué grado? Sólo voy a discutir esta cuestión, pues la solución de las otras ―por ejemplo, la cuestión de la dignidad y libertad del hombre― es sólo una consecuencia de la respuesta que se dé a ella.”

J.M. Bochenski.

En los dos anteriores ensayos he intentando invitar a la delimitación de un ámbito propio para la filosofía nuestroamericana que se sustente, entre otras cosas, en el análisis epistémico de la utopía. Este análisis epistémico parte del reconocimiento de la función utópica operante en la historia y de la necesidad de permanecer en la reflexión acerca de la utopía, la cual, advierte el horizonte emancipatorio de los pueblos nuestroamericanos. Con ello se quiere deslindar, metodológicamente, la labor propia de un trabajo de pensamiento que es responsabilidad de la filosofía en América Latina. Se trataría de un trabajo de pensamiento que rindiera cuenta ―a nivel teórico y provisionalmente formal― de la situación de injusticia que motiva la crítica y propone la necesaria construcción de horizontes emancipatorios. Horizontes emancipatorios a partir de los cuales se quiere aterrizar un análisis de lo justo en el campo político dinamizando, de este modo, la reflexión entorno a los procesos políticos de Nuestra América.

No obstante, la insistencia hecha en la labor de deslinde de un campo específicamente filosófico que reflexione en torno a la utopía, es decir, la insistencia en establecer el campo específico de la utopología, puede llevar a malentendidos. De ahí que también haya insistido en la necesidad de permanecer en una actitud que he llamado phronética, a la hora de pensar ese campo específico. Podría malinterpretarse que la insistencia hecha, acerca de la labor teórica de la utopología, nos remite nuevamente a la vieja actitud del filósofo de gabinete que tanto tememos repetir.

Tal malentendido tildaría de academicismo vacío la labor de pensamiento sobre la utopía así operada. Por ello, en el presente texto, quiero distinguir que la utopología es una filosofía política para la vida del hombre nuestroamericano, quizás, para la vida de cualquier hombre que reconozca lo justo como carencia y no para el servicio ideológico que tematizaría institucionalizadamente (quiero decir reificadamente[1]) el tema de lo justo, tal como lo hacen algunos pensadores del liberalismo y del comunismo, comprometidos con un modo de poder desde el saber. Compromiso que los liga, igualmente, a un cierto modo de justicia, a la defensa de programas e ingenierías de la justicia como procedimiento de domesticación, a la imposición de ese tipo específico de lo justo con el cual se vinculan y que dista mucho de operar, en el seno de la historia, el sentido superior de lo justo al que tiende la reflexión utópica.

Paul Ricouer, en su trabajo acerca de lo justo[2], nos brinda una clave para llevar al cuerpo viviente el sentido de lo justo y entenderlo en su concreción orgánica, quiero decir, en su corporeidad. Pareciera que al seguir este tema, al modo ricoeuriano, estuviera apostando a mantener una relación de dependencia respecto de la filosofía europea. Personalmente no veo por qué no podamos servirnos de aquellas empresas clarificadoras del sentido de lo justo, del sentido de lo social, del sentido de lo comunitario y, en último término, del sentido de lo político tan caro al ser humano, que más que proseguir con una tradición de pensamiento han abierto una brecha en la historia para rechazar, desde el lugar dominante mismo, el dominio discursivo de la filosofía moderna. Brecha de pensamiento que puede ser útil a nuestra particular empresa de pensamiento político nuestroamericano.

Ya he mencionado que, para hablar utopológicamente, no podemos dejar de lado las significaciones y sentidos originarios que operan en los sustratos más profundos del discurso. Se quiera o no, pensamos en una lengua europea y la modernidad de alguna manera nos incluye, por ello, no considero dependencia aludir a pensadores contemporáneos como Ricoeur, Levinas, Buber entre otros. De cualquier modo, se trata de abordar lo justo, respecto de la tensión utópica operante en la historia, desde un particular enfoque que dista mucho ―valga la reiteración― de agotar o esquematizar, de una vez por todas, la relación entre lo justo y la utopía desde un contexto nuestroamericano. Volvemos al tema del ejercicio de pensamiento como aproximación y no como definición, tema de pensar constante e incansablemente, como la shekináh utopológica.

La idea y el sentido de lo justo provienen, raizalmente, de una experiencia particular que tiene por lugar concreto el cuerpo. Esta experiencia es el estremecimiento corporal provocado por la indignación. El sentimiento de indignación, que hace convulsionar nuestro cuerpo, nuestros órganos, exterioriza nuestra más profunda y vital inconformidad en el contexto social, cuando sentimos la ausencia de lo justo. Según Ricoeur, este sentimiento contextualizado en la vida con los otros, es provocado por tres experiencias básicas de frustración o insatisfacción: las retribuciones desproporcionadas, las promesas traicionadas y los repartos desiguales[3]. La indignación es vista, de esta manera, como el momento inicial, originario, de la espera por un restablecimiento de lo que se ha frustrado.

La indignación no se resigna, en su lugar, espera en su agitación el momento para resarcir y reparar. Por supuesto, esta espera puede presentar un obstáculo poderoso, ya que la indignación puede llevar a que el resarcimiento, en vez de ser reparador, adopte la figura de la venganza. Es por ello que lo justo requiere de la justicia, es decir, un agente operador que se ubique más allá de los sujetos en conflicto y que desde su imparcialidad establezca el equilibrio requerido. Sólo así, la indignación supera el obstáculo de la venganza que mantendría la situación de desequilibrio al sumar, como dice Ricoeur, “violencia a la violencia, sufrimiento al sufrimiento”[4].

La justicia, en su sentido originario, operaría la correcta función del derecho imparcial que brinda lo justo social a cada quien dentro del marco de la comunidad política. En este sentido la justicia ejecuta, mediante el derecho, lo justo para todos. De ahí que lo justicia, así entendida, siga la tradicional definición de Ulpiano, esto es, ejercicio del derecho que otorga lo que corresponde a cada quien. Ubicados en el contexto utopológico, el incumplimiento de la promesa de ecuanimidad que subyace al ejercicio del derecho, es provocada por la tergiversación de la función de la justicia y su reificación a favor de los que ostentan el poder. Esta fetichización del poder, en términos dusseliano, implica que el gobernante o el actor político, cualquiera que sea su lugar dentro de la comunidad política, considera su propia subjetividad como el fundamento del poder y de la naturaleza de su función. Esta modalidad de poder político instrumentaliza el derecho y las instituciones que operan la justicia, desplazando con ello el rol de su naturaleza política (reificar, cosificar, usar, instrumentalizar el poder).

Es así como el poder se desvía hacia una particular función abandonando su lugar como servidor del derecho, lejos de ser el operador de los intereses de individuos particulares o la voluntad de grupos tendientes a verse favorecidos por el ejercicio del poder efectuado tanto en el derecho como en la justicia. Cuando el derecho es instrumentalizado por las élites detentoras del poder, para oprimir y desfavorecer a ciertos sectores de la población, la sensibilidad ante lo injusto provoca el sentimiento de indignación. Indignación ante el impedimento de que todos, sin excepción alguna, participemos de lo propiamente equitativo existente en la idea de lo justo en general dentro de una comunidad dada.

Es preciso aquí hacer un excurso que nos lleve de este campo abstracto de lo político a su fundamento inicial y orgánico, para luego retornar a este nivel. Seguiré a Ricoeur, Buber y Levinas. En principio, se parte de la idea de la comunidad como lo real de lo social sin oponer a esta entidad, a medio camino entre la abstracción y la realidad concreta, al individuo, sino comprendiendo que los dos son un todo indivisible. Con ello suspendemos la pregunta sobre el huevo y la gallina: ¿qué es lo real en lo social el cuerpo común conformado por los individuos o el individuo? Superando ese conflicto propio de las dicotomías modernas que han ocasionado los males políticos liberales y los males políticos socialistas, apuntamos a una perspectiva antropológica y ética.

Antes de estar en la comunidad el hombre parte de una experiencia originaria en la cual encuentra al otro. Esta experiencia originaria es la del otro de las palabras fundamentales Tú/Yo de las cuales habla Buber[5]. Con esto se abre el sentido de la relación, la reciprocidad. Para Ricoeur este aspecto de la relación con otro, básico y originario que en Levinas se llama proximidad[6], es más o menos identificable con la virtud aristotélica de la amistad. Sin embargo, aquí hay una distinción clara entre el enfoque tematizador de la amistad aristotélica, de la reciprocidad buberiana y de la proximidad levinasiana. Cada una de ellas apunta a sustratos cada vez más profundos de comprensión de la relación con el otro. La amistad sería un sustrato muy político, superficial, una virtud en el sentido tradicional, pero podemos llegar a una mayor profundidad en esta virtud al reconocer que en la relación Tu/Yo hallamos una forma del ser, uno de los modos de nuestra existencia, un modo posible para una ontología de lo común. Y luego, en la proximidad levinasiana, encontramos algo más radical aún, pues, el lugar de la experiencia que fundaría nuestra existencia en la relación, se traslada al límite.

Pienso que hay una utopía bastante relevante en la noción levinasiana de proximidad operando de manera fundamental y orgánica (corporal) en un plano ético. Veremos en seguida que Levinas desplaza esa ontología que funda la realidad del ser del hombre en la relación del yo/tu buberiano ―que antes era ontología fundada en la naturaleza social del hombre bajo la virtud de la amistad (Aristóteles)― a un lugar utópico. En de otro modo que ser o más allá de la esencia Levinás, tratando sobre la subjetividad desde un análisis fenomenológico, indica que:

“Se trata de pensar la posibilidad de un desgarrón de la esencia. ¿Para ir a dónde? ¿Para ir a qué región? ¿Para mantenerse en qué plano ontológico? Pero el desgarramiento infligido a la esencia contesta [contempla (¿?)] el privilegio incondicional de la cuestión a dónde. Significa el no-lugar. (…) Habrá que mostrar ya desde ahora que la ex-epción de lo "otro que el ser" ―más allá del no-ser― significa la subjetividad o la humanidad, el sí mismo que repudia las anexiones a la esencia. (…) unicidad que se retira de la esencia; en fin, hombre.”[7]

Si seguimos ese fundamental no-lugar sería exactamente el momento desontologizador de nuestra realidad en la que pesa, antes de cualquier tematización, el cuerpo, el hombre que mantiene agitado en una dimensión real, fuera de todo dualismo. El sujeto de carne y hueso atravesado por múltiples experiencias, que se abre al otro y puede exponerse, donarse, extremarse a la miseria, pero que también puede hacer tal porque antes puede decir y antes de decir , en el plano más externo, puede decir amigo. Ricoeur nos brinda una comprensión de esta relación de alteridad bajo una distinción clave para percibir un desplazamiento más fuerte hacia un plano más superficial y externo que la amistad, tal sería el ámbito de la justicia. Tal externalidad, por hallarse más allá de la amistad, ser más superficial y abstracto, no es menos originaria que la experiencia utópica y primordial de ser hombre antes que esencia, es decir, la experiencia utópica de la proximidad.

Esa externalidad es tan utópica, es decir, tan originaria como la experiencia en la que el hombre se posibilita como existente en la medida en que es capaz de reconocerse por fuera de toda esencia, como hombre concreto, en la proximidad con otros. Esa experiencia de no esencialidad ―en la que la utopía se manifiesta en un plano primerísimo que desconfigura el dónde estoy y soy tradicional y lo traslada a un dónde no soy y no he sido; pero dónde mi voluntad, como deseo, puede ser de otro modo― es idéntica en originariedad a esta otra experiencia en la que se manifiesta lo justo y la justicia. Aquí, en la externalidad de la justicia, el otro no se presenta como un , ni como el amigo. Se presenta como el otro en un sentido en que el otro no tiene rostro ni importa que lo tenga, aquí lo fundamental es que no se da la particularidad que se brinda en el campo de la proximidad donde mi particularísima subjetividad cuenta como inicio. De lo que se trata es de ver al otro no como prójimo (l’autré) sino como otro (l’outrui), el otro de la expresión los demás; en palabras de Ricoeur el cada quien que se expresa en la tradición de la definición de justica de Ulpiano[8].

Es en esta relación originaria de distancia, por llamarla de alguna manera, en la que el sujeto puede cumplir su deseo de justicia porque exige la presencia de un tercero que aclara la situación de indignación ―ayudando a vislumbrar un sendero de justicia más allá del resarcimiento y el perdón― se propone un camino de construcción de la utopía política propiamente dicha: lo justo para todos (sea quien sea, sea prójimo o lejano, sea amigo o enemigo). Es cuando la desproporción de la injusticia, en cualquiera de la tres formas señaladas por Ricoeur, citadas más arriba, o de otras posibles, produce un sentimiento de indignación que no se da tan sólo ante el amigo sino ante cualquier otro (l’outrui) que padezca injusticia dentro de la comunidad política[9].

Esta indignación que espera un resarcimiento, que desea el reparo de las desproporciones ocasionadas por el mal uso del derecho y la reificación de la justicia, aspira utópicamente a algo más radical: aterrizar lo justo en la tierra por encima de cualquier rostro (cualquier particularismo de amistad o filialidad, es decir, más allá del clan, la clase, la nación, etc.). Ser y deber-ser de la tensión utópica no operan dentro de la historia como mera indignación que requiere el reparo y que le apuesta en ocasiones al perdón, pues, más allá del reparo se espera un nuevo orden más ecuánime, incluyente, un mejor mundo posible en el que cada quien (el otro sin rostro ―también yo sin rostro para otros― que no conozco pero que padece injusticia) reciba lo que le corresponde, según sus derechos, dentro de un contexto en que puedo suspender las funciones simbólicas de mi propio sentido de justicia y aspirar a algo más alto: lo justo en un sentido tan universal que es capaz de admitir el sentido particular que ha de cobrar en cada caso.

El sentimiento de indignación tiene que ver con una cierta sensibilidad que está más allá de los afectos originarios que llevan a la proximidad con el otro, pues, se trata de un campo en el que la comunidad se manifiesta en abstracto pero que puede ser concretada en cada otro que nos circunda, sea quien sea. Ese cada otro, que está ahí afuera ex –cluido por lo justo, puede ser el detonante de un deseo de otro modo de justicia (utopía) aplicada conforme a un principio de lo justo que esté por encima de la ejecución reificada de la modalidad vigente de justicia. Creo que para hacer utopía hace falta una experiencia originaria de la alteridad en los dos sentidos expuestos, que confirmen al sujeto como parte de la comunidad y que lo proyecten por encima de ella de tal modo que sea amigo de su amigo y justo con su enemigo.

La indignación ante la injusticia padecida por otro, así visto, se agrava no sólo por la ausencia de lo justo en la justicia, sino porque la justicia opera como instrumento de violencia por el mal uso del derecho. Es así como, en el ejercicio del derecho instrumentalizado por las élites o los actores hegemónicos, se efectúan pseudo-procesos judiciales tendientes a contrarrestar las voces que reclaman lo justo y que producen los discursos que denuncian la ausencia de justicia. Del mismo modo, esta justicia intenta reprimir los movimientos sociales que desean efectuar, dentro del campo político, la utopía de un derecho auténticamente justo. Aludo a lo justo imparcial, tanto en la distribución de aquella justicia que compete a lo social en general (justicia en las instituciones), como en la ejecución de los procesos judiciales aplicada a individuos concretos disidentes que, al reificar la justicia o violar el derecho, atentan contra la sociedad como empresa de cooperación.

La ejecución de pseudo-procesos parece repicar continuamente en la memoria de los pueblos que conforman Nuestra América, haciendo que la historia clame justicia. No es el lugar para indicar los casos concretos de tal ejercicio del mal uso del derecho ― evidenciado no sólo en las agitadas faenas políticas de nuestro subcontinente en el siglo XX, sino vigente aún en las prácticas políticas establecidas― pero, valga la pena señalar lo ya sabido hasta la redundancia, al menos de modo general, para honrar la memoria de nuestros muertos políticos y para llamar la atención sobre las víctimas vivas oprimidas en todas los lugares de América Latina y a las cuales no debemos olvidar, si es que queremos ser filósofos e intelectuales ubicados en contexto.

Es aquí donde la utopía interviene desde su núcleo crítico, desde su tensión entre ser y deber ser de la justicia, como ejecución del derecho en modo correcto. Lo justo es vislumbrado desde la experiencia de indignación ante la tergiversación de la justicia y el mal uso del derecho. La utopía aplica aquí su función, en tanto que establece un diagnóstico de la situación y propone, desde el seno mismo de las comunidades, una transformación que permita decodificar las prácticas de injusticia y desviación de la función del derecho. Este es el momento en el que la utopía desea (no ejecuta) el triunfo de lo justo como extensión del derecho a los lugares, sectores e individuos con rostro propio, excluidos por cualquier tipo de programa político hegemónico. Este deseo se concretiza en un trabajo de pensamiento que está interesado en la liberación y que por lo tanto, se mantiene activo como praxis de pensamiento en su crítica contra los que tergiversan el sentido superior de lo justo, tipificándolo en un cierto modo de justicia que les resulta muy conveniente.

Estoy, permítaseme la arrogancia, ejecutando una reflexión utopológica, que a pesar de que no logra franquear el nivel metodológico, desea evidenciar que un trabajo utopológico no es un filosofar para el escritorio, ajeno a las circunstancia específicas de la realidad política. Distinguir entre la utopología como un campo netamente teórico en que rendimos cuenta de la función que la utopía ejecuta en la historia, delimitar conceptualmente, operar con generalidades y abstracciones, no es necesariamente una descarnalización de lo político. He querido evidenciar, en este ensayo, que se trata es de pensar los elementos de la utopía para tener clara conciencia de que estamos operando quiebres simbólicos, esto es, de significado, con la tradicional filosofía de gabinete. Rupturas semánticas que, desde una labor de pensamiento, quieren ejecutar una crítica, no sólo a la hegemonía de un modo de justicia, sino también al academicismo filosófico que se ufana de establecer categorías políticas, cuando en realidad defiende, soterradamente, compromisos ideológicos reificadores o reificantes, compromisos con las prácticas tergiversadas del derecho como ejecución de lo justo para todos.

Esta propuesta utopológica se mantiene sensible frente a las experiencias de exclusión de los miembros de las comunidades inmediatas en las que nos insertamos como intelectuales, de tal modo que, al reflexionar y orientar procesos de pensamiento al interior de las comunidades ―según el caso concreto y las experiencias propias de la alteridad que se dan en cada nicho social― la labor reflexiva funge como camino liberador. Camino que no alcanza la tierra prometida porque esa no es su pretensión.

La utopología, desde esta particular perspectiva, encamina al hombre en el sendero, orienta el caminar hacia lo justo. La labor de reflexión y la apertura de espacios de conocimiento acerca de la utopía y la función utópica que opera en la historia, es una tarea que se encuentra siempre en la trashumancia. Instalarse, echar raíces, arquitectar la ciudad de la utopía, es casarse con un programa establecido, es volver a Egipto, si se me acepta la analogía. El pensar, en cambio, es caminar, ir en pos de algo. La utopía rediseña continuamente el sentido de las instituciones y de la justicia porque no se queda adherida a un proyecto político en particular, por ello, la utopología es constantemente pensamiento de una utopía que es crítica y autocrítica, anda y desanda y vuelve, incluso, sobre los pasos como si caminara en círculo, para luego proseguir, si es necesario, hacia otras posibles direcciones que permitan pensar y hacer una materialización de la justicia cada vez más cercana a lo justo; ese es uno de los posibles sueños diurnos del utopólogo, esa es su utopía.

Ciudad de México, septiembre 20 de 2010.

BIBLIOGRAFÍA­:

BUBER, Martin: Yo y Tú. Cuarta edición. Ed. Caparrós, 2005.

DUSSEL: 20 tesis de política. Ed. Siglo XXI, segunda edición, 2006.

LEVINAS, Emanuel: De otro modo que ser o más allá de la esencia. Cuarta edición. Ed. Sígueme, Salamanca, 2003.

RABINOVICH, Silvana: La huella en el palimpsesto: lecturas de Levinas. Ed. Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), 2005.

RICOEUR, Paul: Lo justo. Editorial Caparrós, segunda edición, Madrid, 2002.



[1] Enrique Dussel llama a esta reificación fetichización, sin embargo, por la fuerte confluencia de la noción proveniente de la antropología y la etnología del siglo XIX, así como de los estudios de las religiones, prefiero usar la palabra reificar cuyo significado, cosificar, alude más exactamente a la instrumentalización de las instituciones a favor de un determinado sistema que representa los intereses particulares de los funcionarios públicos y no del nivel estratégico que cumplen las instituciones en cuanto a operar (respecto a lo que corresponde) según sea su naturaleza dentro de la comunidad política. Sin embargo, la referencia a Dussel la hago porque es exactamente lo mismo que se quiere expresar, de tal modo que el desacuerdo con Dussel es sólo una cuestión de términos. Fetichización en Dussel, a pesar de que tiene ese sabor etnográfico, comprende exactamente lo que yo definiría mejor como reificación: “La corrupción originaria de lo político, que denominaremos el fetichismo del poder, consiste en que el actor político (los miembros de la comunidad política, sea ciudadano o representante) cree poder reafirmar a su propia subjetividad o a la institución en la que cumple una función (de allí que pueda llamarse funcionario) ―sea presidente, diputado, juez, gobernador, militar, policía― como la sede o fuente del poder político. (…) Si los miembros del gobierno, creen que ejercen el poder desde su autoridad autorreferente (es decir, referida a sí mismos) su poder se ha corrompido.”. Cfr: DUSSEL: 20 tesis de política. Ed. Siglo XXI, segunda edición, 2006, ps., 13-14.

[2] RICOEUR, Paul: Lo justo. Editorial Caparrós, segunda edición, Madrid, 2002.

[3] Op., cit., p., 23.

[4] Ibid.

[5] Cfr: BUBER, Martin: Yo y Tú. Cuarta edición. Ed. Caparrós, 2005, p., 11 y ss: “Cuando se dice Tú se dice el Yo del par de palabras Yo-Tú. (…) La palabra básica Yo-Tú sólo puede ser dicha con todo el ser. (…)La palabra básica Yo-Tú funda el mundo de la relación. (…) No intentéis debilitar el sentido de la relación: Relación es reciprocidad”.

[6] LEVINAS, Emanuel: De otro modo que ser o más allá de la esencia. Cuarta edición. Ed. Sígueme, Salamanca, 2003, ps., 140-141. “Su sentido absoluto y propio [de la proximidad] supone la "humanidad". Incluso se puede preguntar si la contigüidad misma sería comprensible sin proximidad ―acercamiento, vecindad, contacto― y si la homogeneidad de este espacio sería pensable sin la significación humana de la justicia contra toda diferencia y, por consiguiente, sin todas las motivaciones de la proximidad cuyo término es la justicia (…) En la proximidad el sujeto está implicado de un modo que no se reduce al sentido espacial que adquiere la proximidad en un momento en que un tercero la perturba exigiendo justicia en la "unidad de la conciencia trascendental”, desde que una conjunción se perfila en el tema y que, una vez dicha, reviste el sentido de una contigüidad (…) La proximidad no es un estado, un reposo, sino que es precisamente in-quietud, no-lugar, fuera del lugar del reposo que perturba la calma de la no-localización del ser que se torna reposo en un lugar; por tanto, siempre proximidad de un modo insuficiente, como un apretón”. Corchetes nuestros.

[7] Op., cit., ps., 51-52. Cursiva en el original, corchetes nuestros.

[8] Cfr: RICOEUR, Paul: Lo justo. Editorial Caparrós, segunda edición, Madrid, 2002op., cit., 25-26. También se puede apreciar esta problematización del uso del francés en RABINOVICH, Silvana: La huella en el palimpsesto: lecturas de Levinas. Ed. Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), México, 2005, p., 147.

[9] Ibid.

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