viernes, 25 de junio de 2010

¿DÓNDE ESTÁN LOS MUERTOS POLÍTICOS?

"Compañeros de lucha: sólo ha muerto algo de vosotros, porque del fondo de vuestras tumbas sale para nosotros un mandato sagrado que juramos cumplir a cabalidad. Seremos superiores a la fuerza cruel que habla su lenguaje de terror a través del iluminado acero letal. El dolor no nos detiene sino que nos empuja. Y algo profundo nos dice que al destino debemos gratitud por habernos ofrecido la sabia lección y la noble alegría de vencer obstáculos, de dominar dolores, de mirar en lo imposible nada más que lo atrayentemente difícil. Vuestras sombras son ahora la mejor luz en nuestra marcha!". [1]

Jorge Eliecer Gaitán
“Por esos muertos, nuestros muertos, exigimos justicia!”.[2]

Pueblo colombiano

Hace poco tiempo describía a algunos amigos mexicanos los acontecimientos políticos que viví siendo un niño a finales de los ochentas, cuando Colombia pasó por uno de los momentos más críticos de su convulsionada historia contemporánea. Recuerdo con claridad el modo en que la escena política se convirtió en el foco de una especie de francotirador que determinaba quien vivía y quien moría. El horizonte político estaba ennegrecido por una siniestra sombra que se proyectaba sobre los líderes políticos, cobijo del disparo sobre aquel que representara con dignidad, con honestidad y con conciencia, algún tipo de candidatura que posibilitara cambios significativos en la política tradicional. Esta política tradicional ha estado sujeta a los intereses de una élite que hoy en día se mantiene en el poder y que sigue determinando el curso histórico de la política colombiana, sin tener en cuenta la responsabilidad moral y social que recae sobre ella como detentora del poder y dando por principio de la actividad del "político de oficio" el mezquino interés particular.

Lo interesante de esta historia era la pregunta sobre los muertos, nuestros muertos. En mi narración iban emergiendo nombres que ya casi tenía olvidados y que poco recordamos: Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán Sarmiento, Bernardo Jaramillo Ossa , Carlos Pizarro León-Gómez, Jaime Garzón, entre otros. Naturalmente emergen los nombres de los verdugos: Rodríguez Gacha, los hermanos Castaño (Fidel, Carlos y Vicente), Pablo Escobar, las FARC y el gobierno. Como siempre, los casos no han llegado a una resolución definitiva en cuanto a las investigaciones, pero más allá del dato empírico, en esta historia de sangre, lo importante es la pregunta: ¿qué hacer con la memoria de nuestros muertos políticos?

No hablo tanto de los nombres de los verdugos, la mayoría ajusticiados en su ley, sino de los hombres que, comprometidos con la vida política, avizoraban, para una nación ensangrentada, una posible salida, alternativa a las ideas neoliberales que soplaban por el continente desde el norte. La viabilidad política que perseguían se unía a la idea de un Estado más justo en el que la idea de igualdad social prometía cambios estructurales en la nación.

Pero, evidentemente, los intereses de la oligarquía financiera, los industriales y los terratenientes, simpatizantes del neoliberalismo por reconocerse como los inmediatos beneficiarios de la promoción neocolonialista que subyace en el fondo (misma actitud económica que abrió el mundo a una auténtica domesticación de la política y a la ampliación de la exclusión y de la pobreza, particularmente en las periferias) no iban a permitir una transformación estructural en la política del país. Nuestro gran pecado es la ubicación estratégica de Colombia, ese hecho la ha convertido en el epicentro de una cruel ola de atentados, masacres y magnicidios, a lo largo de veinte años, en los que diversos autores forman un complejo entramado de intereses, necesarios para enrarecer la atmósfera política.

Fue así como nuestro 11-s, es decir la toma de palacio del justicia por parte de integrantes del M-19, partió la historia de Colombia, de por sí violenta. Con ella se entró en una carrera veloz de exterminio a la oposición política de la gran oligarquía nacional a fin con los intereses capitalistas de los grupos económicos. De este modo la U-P (Unión Patriótica), movimiento originado como vertimiento hacia la vida civil y política de la FARC, fue perseguido, debilitado y disuelto. El primer asesinato extremo fue el de su principal líder, Jaime Pardo Leal. Posteriormente sigue el magnicidio de un líder que, desde el liberalismo, prometía esa tan anhelada transformación, ya que por su entereza moral no había sucumbido a la mafia clandestina del poder y de la economía, hablo de Luis Carlos Galán. El siguiente en la lista fue Bernardo Jaramillo Ossa, candidato presidencial de la U.P. Siguió Carlos Pizarro Leon-Gómez, líder del antiguo movimiento guerrillero urbano M-19 que llegó a convertirse en una significativa fuerza política una vez depuestas las armas. A esta triste lista se une el querido y recordado nombre de Jaime Garzón, el crítico, el profesor que creía que la risa era un medio útil para describir con honestidad un hecho y hacer conciencia política.

No están aquí los nombres de los héroes anónimos, hombres y mujeres, de esta guerra de exterminio que aún continúa. Pero, volviendo a la cuestión: ¡¿qué hacemos con esta memoria que lleva el luto al corazón cuando revisamos nuestra historia?!

Para poder dar una respuesta a esta pregunta sobre la memoria política y los magnicidios y masacres perpetrados en Colombia, nos será útil el ejemplo fundador de Pablo de Tarso. Claro está que mencionaremos a Pablo por fuera de la tradicional figura católico-cristiana con la cual se nos ha presentado siempre. Vamos a interpretar a Pablo al modo de Badiou, es decir, como un personaje secular, protagonista del tiempo, un líder que se opuso a las hegemonías políticas que excluían al obviar los auténticos intereses de la comunidad política. Haremos esta interpretación por fuera de los asuntos que le interesan a una comunidad de fe. Como dice Dussel, lo vamos a interpretar en sentido político porque en las narrativas simbólicas aparecen estos elementos y categorías que vinculan el pensamiento al contexto histórico-político inmediato en el que se producen.

Transportémonos por un momento al Imperio Romano. Intentemos imaginar la situación de desventura de los excluidos que no se limitaba a la de los desposeídos, sino que se extendía a la miseria de los esclavos, auténticos instrumentos vivos para sus amos, sin dominio si quiera sobre su propia vida y su cuerpo. Imaginemos una élite detentora del poder, pero guerrera, dispuesta siempre en las filas del ejército. Una situación de exclusión, en suma, que era difícil resolver desde el cuerpo político, puesto que éste no los incluía.

De otro lado, el saber griego era un saber que desde la teoría obviaba la realidad política, ofreciendo sucedáneos de apaciguamiento de la conciencia mediante filosofías como la estoica, la epicureista o la cínica, las cuales eran posibles sólo para una élite de la población romana, interesada en asuntos de moral y con necesidad de responder a su propia conciencia nno más allá del ámbito privado, es decir, sin intención de crear el más mínimo impacto político. Un saber de espaldas a los excluidos, complejo y en cierto modo banalizante en sentido político (con toda la riqueza teórica que ofrecen estas escuelas extraordinariamente intelectuales).

Por último, pensemos en un judío como Pablo, entrenado en la Torá y en la sinagoga: un judío, es decir, lo que para la época era un rebelde, fanático, opuesto a la lex (ley) del Imperio Romano. Aunque se debe tener en cuenta que los judíos tuvieron sus saduceos, élites favorables al imperio romano. Dentro del contexto judío, Pablo se encuentra con la ley imponente del fariseísmo, ritualismo sacerdotal que había caído en la corrupción del sacerdocio. Pablo tenía frente a sí una tripartita pirámide del mal político: la totalidad del Imperio Romano excluyente, la sabiduría griega ciega a la realidad de los pobres y la ley farisea que favorecía un ritualismo sin sentido, vacío, ineficaz.

Pablo había escuchado de los episodios que acontecieron con Jesús de Nazaret, quien intentó liberar al pueblo de los lazos de sumisión gracias a un cambio radical del punto de oposición y resistencia de cara a la exclusión, punto que lo llevó a donarse a sí mismo para ser pilar de una liberación espiritual que incluía una deconstrucción radical del sistema: vivir todos los hombres como si se fuese pobre, como si se fuese prójimo uno del otro, vivir en la comunidad del amor, en el servicio político que nos convoca a unirnos al sentir de los otros, a su miseria, a su liberación, es decir, vivir en procesión hacia la igualdad de una vida que se orienta hacia la vida misma, no más allá de ella. Pablo entrevió con audacia y una muy particular inteligencia el sacrificio de Jesús.

Es así como en sus cartas se nos manifiesta un Pablo que hizo de la memoria de su héroe sacrificado, de su muerto político, es decir, de Jesús de Nazaret, un motivo para continuar la tarea de inclusión y de resistencia a los tres males que enfrentaba los hombres de esos lugares y ese momento histórico: la totalidad del Imperio, la sabiduría griega favorable al dominio y la ley farisea vaciada de contenidos simbólicos auténticos. Pablo enuncia un programa de liberación en el que se invierten los valores tradicionales y las concepciones tipificadas de dominación, las cuales suelen presentarse bajo la forma de una naturalización de la condición humana. Pues bien, Pablo rompe con esta naturalización con una intrepidez que en verdad parece llena de Dios, pero dejemos de lado la fe, veamos el proceso del hombre.

Lo que políticamente hace Pablo es lo que expresa Jacob Taubes, a quien citamos, parafraseándole, diciendo que la obra del hombre Pablo fue la de enfrentarse a todas esas formas políticas y culturales que toman la apariencia de lo incuestionable e irrevocable como “naturaleza” o “ley” en cuanto lo dado o lo objetivo. Pablo se opone al imperio cuando indica en la carta a los romanos que “habiendo conocido a Dios (entendamos aquí Dios en un sentido político, esto es, como ley de verdad de la justicia) no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, antes bien, se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible (políticamente la eterna verdad de lo que es justo) por una representación en forma de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles” (Rom: 1. 21-23). Entendamos aquí, en sentido político, que este desconocimiento de lo justo es un asunto de soberbia y de vindicación de lo que resulta justo para una élite o un grupo, de lo que resulta justo para un Imperio, es decir, una justicia que se hace conforme a las condiciones particulares de algunos, al desconocer que la justicia no tiene ojos para poder discriminar y favorecer a unos y excluir a otros. Esta es la justicia cruel de los “hombres corruptibles” que se endiosan o endiosan sus intereses por encima de la calamitosa existencia de los que afectan, excluyen y maltratan. La justicia que se pone en manos del verdugo que aprieta el gatillo y dispara la bala fulminante que nos ha quitado la oportunidad de verificar una transformación de lo político con la cual se iniciara un camino hacia formas de poder más justas.

Pablo está en contra de una situación que oprime porque ha visto que la ley ya no tiene fuerza de ley cuando mata: “pero en cuanto vino el precepto, revivió el pecado, y yo morí; y resultó que el precepto, dado para la vida, me causó muerte” (Rom: 7, 9-10) La ley de un Estado que ajusticia a quienes resultan ser hombres comprometidos con un sentido más amplio de justicia, más incluyente y eficaz, es una ley que mata, es una ley que ya no sirve, que debe no sólo ser revocada, sino suspendida (lo cual significa crear una nueva forma política de hacer ley). Una ley que beneficia a unas élites, que impone un soterrado cinismo en el que emerge la ley del justiciero particular que va disparando a cuanto hombre íntegro se le aparezca, es una ley que oprime, una ley que ya no es ley porque “causa muerte”; la muerte de los hombres que no tuvieron miedo, que expusieron sus ideas sin temor, con el coraje que sólo los héroes tienen y los líderes políticos de altura, históricos, inolvidables, tienen.

En Pablo, quien también cayó bajo el yugo de la misma ley que atacó, vemos un hombre que denuncia a viva voz la muerte de la justicia encarnada por Jesús de Nazaret, al llevar consigo esa memoria de redención de lo justo a todos los hombres excluidos (tanto el poderoso víctima de su soberbia como el miserable víctima de la soberbia del poderoso). La justicia abierta por Jesús de Nazaret en la que la acción de despojarse de las ataduras inmediatas de la ambición y la voluntad de poder funge como fundamento de la vida política es, en Pablo, memoria de justicia, pero no memoria muerta, sino memoria viva, activa, redentora, digámoslo en términos políticos, liberadora.

Pablo se opone a la memoria común que tiende a olvidar o a convertirse en mera evocación nostálgica de un pasado perdido, de una lucha derrotada (un muerto político sepultado que se llora sin más remedio), al abrir esa memoria a un proceso activo de evocación transformadora, militante, dinámica y viva. Por eso, lo que Badiou resalta en Pablo, como fábula extraordinaria que funda un tipo de universalismo redentor (es decir un tipo de justicia más próxima a su verdad), es esa memoria de un Jesús de Nazaret resucitado. Fábula que nace en su corazón como experiencia particular de un modo de justicia que libera, si seguimos el trato no religioso de Pablo, pero fábula que transforma la situación política del esclavo, de la mujer, del extranjero, del excluido.

Pablo hace de la memoria de Jesús de Nazaret y en particular de su resurreción el motor fundamental de un pensamiento político que alega por el débil. La debilidad no es para Pablo una pena, un fracaso, una derrota, sino la fuerza de la resistencia al poderoso. La debilidad es la antítesis de la fuerza y por ello mismo se transforma en "otro modo que fuerza", es decir, su fuerza no es lucha a muerte por el poder político enseñoreada, sino fuerza de voluntad de vivir políticamente. La debilidad de la fuerza de la lucha a muerte por el poder político es fuerza de la voluntad de la vida política. La voluntad de vida política es débil en la lucha a muerte por el poder político pero fuerte en la tenacidad de un compromiso comunitario, hasta la donación de la vida misma en la debilidad y exposición, en la valentía y consciencia del triunfo histórico como muerto político, tal cual lo atestiguan Pardo Leal, Jaramillo Ossa, Galán Sarmiento, Pizarro León-Gómez, Garzón. En los muertos políticos el débil transforma su posición respecto de la fuerza de la lucha a muerte por el poder politico, pues, con valentía se reconoce débil y se expone: expuesto se hace fuerte en voluntad política ya que a pesar de su debilidad ante los que luchan a muerte por el poder politico, mantiene agitada su aspiración a un bienestar compartido con otros, más allá de la lucha a muerte por el poder político, más allá del campo de batalla de los enemigos invisibles. La lucha a muerte por el poder político en la que se asesina al opositor, se impone ante la nada, pues, la debilidad no tiene fuerza, por ello es debilidad. La fuerza ante el débil es fuerza ante la nada, esquizofrenia y voluptuosidad de la voluntad de poder, ejercicio de la fuerza que se enseñorea sobre sí misma en un completo absurdo.

Esta dialéctica es en Pablo la señal de que el muerto vive de tal modo que la justicia que predicara el muerto no es una justicia de ayer, pasada, vencida, sino una justicia que se alimenta para desarmar al armado y transformar lo que pareciera naturalmente establecido de una vez por todas. Así, el débil es fuerte y es el único capaz de desarmar la fuerza del fuerte, porque no se opone como en una lucha de pares, sino que resiste desde una transformación radical de la oposición. La oposición no se opone como resistencia en la fuerza, sino como resistencia en la creatividad, modifica las coordenadas tradicionales de la oposición y abre la resistencia a una pluralidad insospechada de aciertos que desarman la fuerza opresora. De esta manera surgen puntos de resistencia que la fuerza no se imagina ni espera, el punto en el que la fuerza no puede arremeter porque aquel débil sobre el que se enseñoreaba se ha transformado en autor de su propio destino, ha tomado consciencia, se ha hecho un hombre que proyecta y crea y que no resiste con la fuerza, sino con la creatividad que opera la transformación de la realidad de su vida política, por fuera del plano de oposición en que el opresor, el fuerte, jugaba y vencía.

De todo esto nos queda claro una cosa: nuestros muertos políticos ¡no están muertos! Viven en nuestra idea de justicia, nos ayudan como memoria colectiva a repudiar la fuerza que los ha masacrado y no serán olvidados mientras existan conciencias críticas que sean capaces de mirar el pasado sin nostalgia y lloriqueo, con la tenacidad de quien rescata el ejemplo del pasado para reactualizarlo y proyectarlo creativamente sobre el campo político.

Los nombres de nuestros héroes y heroínas, de nuestros precursores, podrían ser dejados en las lápidas de sus tumbas, en la tinta muerta de los libros o en la memoria nostálgica de los derrotados. Pero también podrían ser evocados con la fuerza de sus ideales, de sus luchas, de sus principios, para mantenerlos vivos aquí y ahora, para que su derrota sea la victoria de los débiles que tras el testimonio y el aprendizaje se reorganiza y se activa de una manera más consecuente para resistir las embestidas del mal político. Manera consecuente que no apunta armas, que no arenga en discursos, sino que transforma creativamente las situaciones inmediatas de injusticia y exclusión.

Nuestros muertos políticos reciben justicia, incluyendo a los verdugos no ajusticiados, en el momento en que transformamos nuestra actitud política domesticada en actitud política de liberación, activa, proyectiva, creativa. En el momento en que rompemos con los moldes de vida de una sociedad que se hunde. Este texto es un pequeño homenaje a los hombres y mujeres que soñaron, como nosotros, una patria diferente, una Colombia más justa. Esos hombres que, asesinados ayer, son nuestros ejemplos de hoy y del mañana porque siempre, en todo momento de nuestra historia, nos acompañarán con su optimismo y su ejemplo, su tenacidad y su lucha, su inmensa fuerza como debilidad y exposición: nuestros muertos políticos están hoy vivos en nuestra memoria con la fuerza de justicia de su muerte.

Yecid Calderón Rodelo
Olla del altiplano de Anáhuac, junio 26 de 2010.
[1] Discurso pronunciado por Jorge Eliécer Gaitán en el cementerio de la ciudad de Manizales, Capital del Departamento de Caldas, en homenaje póstumo ante la tumba de los muertos liberales asesinados durante la violencia política en el año 1948. Esa oración se halla grabada en piedra en el Panteón de la Casa Museo Gaitán, donde dos meses después fuera sepultado el propio caudillo.
[2] Voces del pueblo en el sepelio de Bernardo Jaramillo Ossa, líder de la U.P. asesinado por paramilitares, personal del Departamento Administrativo de Seguridad (D.A.S) y los llamados "seis apóstoles", hasta ahora anónimos y que pertenecen a la élite gubernamental, financiera y terrateniente de Colombia.

1 comentario:

  1. Excelente redacción. Y pues como decimos, murieron sus cuerpos pero jamas sus almas que viven aun en nosotros con ese espíritu de lucha que habita en cada colombiano justo, el espíritu de lucha en busca de, como digo yo con la creación de este nuevo termino, Una LIVERDAD. Libertad y Verdad.

    ResponderEliminar