jueves, 24 de junio de 2010

EL MAL EN LA POLÍTICA

Con frecuencia nos sentimos entristecidos por los sucesos de maldad que acontecen en la política, sucesos como el abuso del poder, la administración corrupta, el clientelismo, el cinismo parlamentario, los salarios exagerados de los representantes del pueblo en el gobierno, las disposiciones decretadas a espaldas de las auténticas realidades de la comunidad política, etc., etc.. Esa maldad con la que “el político de oficio” afecta al “político de naturaleza”, es decir, al ciudadano que tiene compromisos y vínculos comunitarios desde lo civil y lo político, pero que queda reducido, como sujeto de acciones políticas, a ser un mero instrumento electoral. Esa maldad que enmascara intereses y apuesta a esas demagogias que convierten el cinismo en su cualidad moral por excelencia.

El mal político es como una plaga, se reproduce a gran escala, como una pandemia que aparenta no tener antídoto. Pero, a pesar de su proliferación y fortalecimiento, el mal político tiene cura y es la salud del cuerpo político lo que ha de llamar la atención del ciudadano que aún no ha sido infectado por el cinismo, aspecto más eficaz del mal político. Curarse del mal político como si se tratara de una enfermedad a combatir en el cuerpo político es una urgencia en democracias como la colombiana, en la cual la autarquía política ha tendido a convertir el cinismo en un condición general del Estado con acciones determinantes: clientelismo, vínculos con el paramilitarismo, escándalos de corrupción (“yidispolítica”), el abuso de poder mediante instituciones tan debilitadas democráticamente como el DAS o actos democraticos vanalizados como las recientes elecciones que hacen que la contundente victoria de Santos haya sido favorecida por el gobierno saliente. Este es el cinismo que llama democracia a un enmascaramiento de instituciones que, como la Registraduría, andan evidentemente viciadas por la autarquía Uribe.

Remedios hay pero los mismos sólo pueden descubrirse una vez diagnosticado el mal, sin embargo, un pueblo que escasamente funge como “votante” y que ejerce su derecho y su deber a medias, con la mediocridad típica de quien se contenta con lo que le favorece perdiendo el horizonte del contexto general de lo político y de la comunidad a la que a punta, en último término, el bien de lo político, difícilmente puede reconocerse enfermo. Algunos “votantes” (como los beneficiados por el programa uribista “familias en acción” que tuvieron que votar para no perder su subsidio o los campesinos que son hostigados por los paramilitares) ni enterados están, porque no las tienen, de las razones por las cuales participan o de los motivos por los cuales eligen a un determinado candidato al votar, pues, siempre median estrategias dañinas para darle continuidad a la enfermedad y evitar su evidencia; el cinismo ataca directamente a los órganos humanos más vulnerables: el estómago ( hambre) y el cerebro (la falta de conciencia política). De otra parte, los que se creen ilustrados en política, es decir, las clases medias (baja, media y alta) que repiten lo que los medios de comunicación les indica o, a lo sumo, lo que algún artículo de revista les perfila, en realidad son meros instrumentos de las ideologías y del impacto de los medios masivos, los cuales tiene finta de doctos. Éstos “ciudadanos”, que son “los más enterados”, no reconocen que en el fondo de sus motivos políticos está la mera conveniencia, económica o de clase, o simplemente la burda adhesión a opiniones que revelan con claridad el cinismo de quien cree saber cuando en realidad no sabe, tal el caso de alguien que alguna vez escuché y que decía: “en mi familia somos uribistas porque uribista es mi papá”. Si eso no es falta de conciencia política, dígame alguno ¿qué cosa es entonces?

El mal político se evidencia en esos actos de los cuales sabemos hasta la redundancia, por eso, para no ser tan redundantes y no quedarnos en la mera acusación superficial, perfilemos lo que en la política es el mal con el rigor que nos brinda un ejercicio de pensamiento un poco más profundo.

La comunidad política es lo propio de lo político, pues, a diferencia de la fundamentación moderna de la política hobesiana que reinterpretaba el dicho de Plauto “el hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus) y que señala al egoísmo como el dato básico de la naturaleza humana, la humanidad nace unida a otros y es sólo en el marco de la convivencia donde se constata así misma. No hubo nunca un hombre sólo que meditara sólo y que calculara sólo, el rostro del Otro como madre, como hermano, como amante, se halla siempre en el origen, de tal modo que la fábula moderna del Robinson primigenio es tan sólo un error genealógico. El egoísmo y el altruismo se combinan en las pasiones humanas, pero lo que es determinante de lo político es el altruismo, de ningún modo el egoísmo. Si el egoísmo funge como origen de lo político lo que tenemos en frente es una sociedad disfrazada y cínica, una sociedad enferma por el mal político. Lo propio de lo político es la adhesión a otros, lo político es la comunidad y su origen puede ser ciertamente la natural indigencia humana, la fragilidad humana que algunos pensadores de la primera modernidad (la Escuela de Salamanca) pusieron como causa primera de lo político. Sin embargo, para no caer en naturalismos, pensemos en el hecho de que la sociabilidad es algo muy conveniente para los hombres independientemente de si es natural o no y que la organización de esa sociedad que tanto nos conviene funda el poder político. La conveniencia no debería ser un aspecto negativo de lo político, pues, conviene aquello que promueve la vida y si se tiene claro el fin de la comunidad —que sería la promoción de la vida humana para todos aquellos que sean cobijados por un mismo poder político— ya se tiene un criterio al menos necesario, si no suficiente, para determinar con objetividad qué sea lo conveniente o no en cuanto a la organización política. La mayor parte de la gente razonable concuerda en que la comunidad política persigue el beneficio de todos, es decir, de cada uno, pero dentro del marco de la comunidad. El problema surge cuando el bien individual entra en colisión con el bien común, pero, esa colisión se resuelve si se mira al fin de la comunidad política o sea la promoción de la vida humana. Si la acción que se presenta buena para un individuo atenta contra este fin, entonces, el individuo debe elegir moralmente al entenderse como miembro de un grupo que le exige el principio moral mínimo de la promoción de la vida. Aquí vale la pena señalar que esta promoción de la vida no puede hacerse extensiva con rigor fariseo, a tal punto que ésta misma se presente como justificación para atropellar los derechos mínimos de algún individuo. El mal político aparece cuando el individuo atenta contra este aspecto fundamental de la comunidad política. Cuando un hombre hace daño, es decir, cuando un individuo ejerce su libertad contra la vida de la comunidad o de alguno de sus miembros, sin existir una justificación a la luz de los fines de la comunidad previamente meditados y tenidos en cuenta, en ese momento el mal político aparece como daño o violencia a los intereses de la comunidad política, intereses que se materializan en la defensa de los individuos que conforman esa comunidad (desde el punto de vista de la promoción de la vida). Esa comunidad no excluye a ninguno de sus miembros, son ciudadanos todos aquellos que tiene la nacionalidad o los derechos mínimos que brinda el haber nacido en un determinado lugar, que a su vez, es el derecho de tener una nación, una patria, una comunidad política que lo defiende ante los demás bajo la tutela de todos los demás derechos: la vida, la paz, la igualdad desde la complejidad de la diferencia, etc. De ahí en adelante la comunidad política vela no sólo por su nacionalidad sino porque este miembro pueda llevar a cabo una vida digna con absoluta comodidad, según los aportes que la misma comunidad demande del individuo, el cual ha de revertir los beneficios recibidos hacia la comunidad y en pro de todos los derechos que la comunidad ha de cuidar y promover. El mal político nace en la totalidad de la comunidad o en la totalidad del individuo, en la totalidad de los intereses de algún grupo (beneficiado por su visión totalitaria) o en la totalidad ejercida por el Estado como democracia. Esta totalidad consiste en que el mal se disfraza de igualdad o de equilibrio, se disfraza de legalidad (no de legitimidad) ante la complejidad de la experiencia de lo político que tiene cada sujeto. El mal político es, entonces, la totalización del poder, de las instituciones, de los intereses de élites y partidos, el mal político es la totalización de una democracia que con la máscara de la legalidad se pasa por alto la legitimidad. El mal político es la “fetichización” (Dussel: reificación de los aspectos del Estado) del poder como totalidad o de cualquier elemento político que se entrone por encima de las diferencias propias y específicas de la complejidad del cuerpo político. El mal político sigue siendo la invisibilización de otras formas de poder y la sujeción violenta a las tradicionales formas del Estado que se llevan a cabo en nombre de la unidad nacional. Unidad nacional que es totalización de los intereses partidarios de ciertos grupos, unidad nacional que es igualitarismo que sigue manteniendo a los de abajo iguales a los de abajo y a los de arriba iguales a los de arriba, unidad nacional que es el monopolio político que sigue simplificando el ejercicio político. Unidad nacional que es el desconocimiento de que el pueblo es un complejo de fuerzas y no un simple bloque de identidades sin experiencias particulares propias y ricas. Unidad nacional para los intereses de los que representan esas heterogeneidades partidistas corruptas y, de nuevo, cínicas. La totalidad, la simplificación y el cinismo son formas del mal de lo político, así como también lo son la invisibilización de formas alternativas de poder y de organización. Mal político que también se presenta bajo la forma del ocultamiento de la heterogeneidad de los ciudadanos como sujetos políticos y de su amplio abanico de acciones políticas. Mal que también es desconocimiento de la diversidad cultural, grupal y de clase que hace explotar esa moderna igualdad que no es más que un disfraz con el que se arropa una maquinaria de poder viciada, socavada por la falta de pensamiento crítico político, es decir, cínica y ciega. El mal político es la falta de pensamiento crítico que no sólo se adhiera a una ola que puede ser producto de una coyuntura política, sino que se adhiera a una actitud política, la crítica y la constante elaboración de lo político como ejercicio proyectivo, propositivo, del pensamiento. Creatividad política desde la realidad inmediata de los sujetos que conforman grupos, colectividades, etnias, identidades que en general son dinámicas, integradoras y desintegradoras. El mal político es seguir viendo en el Estado al regulador de un poder que emana del pueblo y que de una vez y para cuatro años queda constituido limitándose a la mera opinión sobre las acciones y en casos esporádicos a la protesta callejera. Se requiere transformar continuamente la concepción de lo político para evitar el mal político del cinismo mediante la constante propuesta de organización de los sujetos políticos como cuerpos, entidades, identidades, culturas, colectivos, etc. Una terapia de lo político que empiece por pensar y continúe por organizarse o desorganizarse de tal modo que se deje siempre abierto el margen a lo que nos ha sido siempre vetado como “imposible”. La acción de los sujetos políticos no se reduce a la elección de un gobierno o a la reacción tardía frente a las decisiones que socavan los intereses de la comunidad política, sino mediante la deconstrucción-recontrucción de las formas de actividad política tales como la protesta, los debates de opinión, las expresiones de las identidades, las emergencias de otros modos de ser de lo político, los cabildos, la rendición de cuentas, la proyección de lo comunitario o grupal mediante la intervención de los espacios públicos, siempre dentro del marco de la legitimidad y no meramente de la legalidad.

El mal de lo político se cura con participación creativa y creadora más allá de lo establecido. La capacidad de verificar estados posibles de organización comunitaria y ciudadana que por su legitimidad adquiera estatuto de legalidad para ampliar el espectro de las acciones políticas y de las actividades del sujeto político complejizando el campo político a manera de un reflejo isotópico de la realidad social. Al cinismo se le opone la participación creativa, a la corrupción se le opone la emergencia de controles comunitarios sobre la base de la legitimidad de la acción política. A la parodia de la unidad nacional se le opone la realidad de diversidad política y cultural, así como la emergencia y construcción de nuevas identidades políticas.

Yecid Calderón Rodelo


Tlatelolco, México, 24 de junio de 2010.

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